Resulta que, después de mucha reflexión, concluí que debo deshacerme de una buena cantidad de libros porque ocupan mucho espacio. Los he metido en cajas, dispuesto a ofrecérselos a los señores que compran libros usados. Pero resulta que en noviembre del año pasado, un amigo, Roberto Galicia, empedernido lector y uno de los gestores culturales más importantes después de la firma de los Acuerdos de Paz, pone en mis manos el ensayo “El infinito en un junco”, de la escritora española Irene Vallejo.
El asunto es que a medida lo voy leyendo va creciendo en mí una nueva manera de ver el libro. Por ejemplo, como profesor de Lenguaje y Literatura uno necesita argumentos para estimular la lectura en los estudiantes, pues en este sabroso ensayo de Irene Vallejo uno los encuentra; además, voy descubriendo, a través de sugestivas anécdotas de la época clásica y comparaciones entre aquel entonces y el de ahora, una apasionante y novedosa dimensión histórica y humana del libro.
A través de esta lectura uno reflexiona y aprende sobre el valor del lenguaje oral en nuestra vida y compara con la poca importancia que le damos cuando desarrollamos el programa de lenguaje en la escuela. La sensibilidad de la autora nos hace admirar a los prodigiosos aedas y los rapsodas que durante días enteros contaban oralmente y en verso las historias de civilizaciones pasadas. No había lenguaje escrito. Los griegos aún no lo habían inventado. Este ensayo te llevará a ponderar mejor el lenguaje oral con sus tonos de voz, gestos, improvisaciones y pausas, como mecanismo para conocer, preservar y traspasar la experiencia de civilizaciones anteriores a las nuevas.
Pasar del lenguaje oral al escrito llevó siglos enteros. Bueno, si el mismo Sócrates, según nos cuenta Vallejo, cuestionaba el lenguaje escrito porque el conocimiento ya no iba a estar en la mente del individuo, sino en “un apéndice ajeno” (el libro) a nosotros. Lo mismo que ahora nos cuestionamos que debido al “efecto Google” nuestro cerebro se está haciendo haragán para memorizar los datos y preferimos guardar en la memoria la aplicación que a través del buscador “Google” nos llevará a ese dato.
Nosotros ya nos acostumbramos al lenguaje escrito, esa “mancha negra” llena de letras colocadas en un renglón que vamos descifrando en silencio a través de tener fija la mirada en el texto. Pero ese paso de la humanidad, fue, afirma Irene Vallejo, un acontecimiento trascendental.
“El infinito en un junco” “es una apasionada declaración de amor, a la literatura, la lectura y al libro”, dicen expertos en estos temas; pero el momento en que repensé deshacerme de mis libros fue cuando leí el capítulo “la piel del libro” en donde nos cuenta que mientras el agua o las mandíbulas de las termitas actúan sobre los libros, una voz es silenciada para siempre…la supervivencia de los libros, depende también del aprecio que sienten sus propietarios hacia ellos...”Los libros son extensiones de la memoria, los únicos testigos –imperfectos, ambiguos, pero insustituibles- de los tiempos y de los lugares donde no llega el recuerdo vivo”. Ahí, en ese momento, dudé venderlos.
Hoy abro las cajas y me encuentro con que cada libro tiene una historia y los estoy regresando a las libreras. Incluso, junto a “Don Quijote de la Mancha” y “Cien años de soledad”, incorporo este ensayo de Irene Vallejo a mis libros de cabecera.
Profesor, Licenciado en Letras y Maestría en Política y Evaluación educativa