Seducido por el oro del amor y de las ilusiones, Mandares -emisario del reino de una leyenda- se quedó un tiempo en Ara, la olvidada y esplendorosa ciudad en el desierto. Todo iba bien hasta que un día habría de suceder lo que el peregrino advirtiera a su novia ariana y que muchos temían: La trágica esfinge entró a la dorada urbe, cegando a sus habitantes con su mirada fatal. Al igual que tiempo atrás lo hiciera en el reino de Rhuna. Uno de los pocos que escapó a su embrujo fue Mandares, el príncipe rhuno, que había desaparecido en las lejanías de arena. El mismo que había aconsejado a la hermosa: “Si un día llegara la desdichada cantora a la ciudad, no le mires a los ojos. Ciérralos para no verle a la cara. Ponte a soñar o cubre tu vista con vendas. De lo contrario, la fatídica esfinge te dejará en tinieblas.” Así, los habitantes de Ara perdieron de pronto la felicidad. Ya nadie encontraba en la corriente del caudaloso Ares el oro que arrastraba desde los montes, ni los peces invisibles del ensueño. Habían perdido la gracia y su recuerdo. Ninguno de sus habitantes recordaba cómo ser feliz ni el camino a casa. Porque aquellos que se olvidaran a sí mismos olvidarían su propia e ignorada grandeza. Sólo la joven amante de Mandares recordaría la felicidad y el oro de las ilusiones, gracias al hecho de haber cubierto sus ojos ante el infausto mirar de la Esfinge del destino. (XCV) <de “La Esfinge Desnuda” -C.B.>
El oro de las ilusiones
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