Cruzando el umbral tiempo-espacio, Karuna –hija de la celeste virtud y yo, Indra, del oriente solar— vimos llegar el navío de los místicos de La Divina Luz a la isla de nuestro renacimiento. Con ellos se irían nuestros hijos transhumanos –nacidos en Akala, el mundo intemporal—para iniciarse en los misterios cósmicos del Templo del Eterno Albor y la Iluminación. La raza azul no tenía religiones que les separara o les hiciera entrar en guerras “santas” como en nuestro ya olvidado planeta Tierra. Adoraban a una sola divinidad astral: el Cósmico o “el sin nombre”. Su credo e instinto natural era amarse a sí mismos, compartir el pan, la felicidad y el esplendor de las auroras boreales. Además de ello practicar por siempre el “ahimsa”. Es decir, la “no violencia-el no lastimar” a sus hermanos de creación -la elemental y trascendental disciplina moral (yama). Dichosos de continuar la especie humana en otros confines del firmamento, dijimos adiós a nuestros hijos de la divina luz, mediante el “samyasa” -la renunciación a todo lo pasado, amado, finito y eterno. Así -en el dorado amanecer de la leyenda- quedó nuestra ilusión inscrita en la piedra. (LI)