Las doradas colinas de oro se extendían hasta el horizonte. Inmensas aves pardas sobrevolaban el cielo de Rhuna, la tierra de un sueño. El monte glorioso desde donde nacía el Ares, místico y caudaloso río robador de las arenas de oro y del sueño de los dioses. Desde las altas cumbres el Ares se desbordaba a los abismos para ir a parar a los valles lejanos. Allá donde se levantaban refulgentes ciudades, como la apartada Ara, la entonces llamada “Ciudad del Deseo”. Maravillado ante tanta grandeza, comprendió que aquel vasto reino no le pertenecía en realidad, pues nadie en el mundo —ilusorio o real— fue dueño de las cosas eternas. Comprendió que él era un rhuno más en el tiempo, de paso por las olvidadas cimas de fuego. El desdichado viajero que únicamente había cumplido el sagrado destino de llegar a sí mismo. La sombra inmensa del monte. La voz de la montaña era la misma voz de Dios. Entonces Rhuna, de tanto oír su eco en los picos rocosos, aprendió la lengua de los dioses. Los aborígenes empezaron a verle como una deidad. Comprendió entonces lo doloroso que era ser la sombra de un dios en el eco universal del infinito. (LXXIV) <de “La Esfinge Desnuda” -C.B.>
El dolor de ser la sombra de un dios
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