Fue una lucha desigual la que se libró en los montes lejanos. Apartado reino de las esfinges que solían ser mitad fiera, mitad ángel; mitad hombre, mitad ilusión. Así, el arquero errante -que por fin había encontrado el monte del cual le hacían poseedor los mapas acuñados por un antiguo imperio- tuvo que vencer a su misma desconcertante ilusión. De la misma forma que alguna vez tuvo que vencer los engañosos espejismos del desierto. Monstruos, oasis y ciudades que el reververante resplandor del Samsara hacía ver reales. Al final de la fiera lucha Kala Rhunán —el espejismo del arquero— resbaló mortalmente herido al abismo. Se había librado una nueva batalla en las celestes cumbres. El misterioso reino había sido conquistado. El cazador de montañas y albores se había vencido a sí mismo. El error de Kania, sin embargo, fue haber creído -como cualquier ser humano- ser dueño y señor de tanta grandeza. Al fin, había defendido con su propia vida el señorío del incierto feudo que para entonces ya era suyo. Rhuna, el último reino. En tiempos cuando el hombre se convirtió en montaña y la montaña en hombre; sombra; nube y leyenda. Como lo era el mismo conquistador de su propia y desconocida odisea. (LXXIII) <de “La Esfinge Desnuda” -C.B.>
El reino de las esfinges
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