Durante días infinitos Kania y Cima Taí se amaron en la eternidad de los picos. Eran almas hermanas del monte. Aunque ambos al final tendrían que reanudar el rumbo de su propio destino. Cima iría detrás de su perdida tribu lunar, mientras Kania seguiría en busca del reino olvidado. En medio de los cerros sólo las voces de Cima y de Kania —y los relinches del equinotauro— llenaban el vasto silencio. También se oía la voz de la tormenta, el cantar del viento, el rugido del trueno, el graznar de las aves errantes o el grito de las fieras en los mortales desfiladeros. Cuando Cima cantaba a sus dioses, el eco de los picos repetía sus dulces versos. Así la montaña aprendió a cantar. Como cantaban las aves a Kandras, la diosa lunar. Como la misma arpa primitiva del arquero afinaba nostálgicas tonadas. Otras veces que Cima lloraba, también lo hacía la montaña. La joven aborigen no lloraba por el pasado ni por el porvenir, porque para los de su raza ni el ayer ni el mañana existían. Lamentaba el amor que pasaría, como pasaba todo en los celestes picos. Así los peñascos sollozaron junto a la cazadora. La tristeza de la joven nómada, era también la tristeza del monte. Y su voz, la misma eterna voz de las montañas. (LXIV) <de “La Esfinge Desnuda” -C.B.>
La voz de las montañas
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