El templo celeste estaba solo. Únicamente su fuego interior, alumbraba la soledad de la vasta llanura de Uma. Kania el peregrino ordeñaba las capreas lecheras del corral. Además, estudiaba en la biblioteca de los monjes, libros de astrología sagrada. Ciencia que había sido practicada desde tiempos inmemoriales por los místicos de aquel abandonado monasterio. De esa forma se introdujo el arquero buscador de montañas en el misterioso arte de leer en las estrellas el destino de los hombres. Se volvió amante de la ciencia estelar, cuyo lenguaje aprendió después de algún tiempo. Era un dialecto parecido al de los gigantes de Uma. Algunas veces se encontraba en los pasillos del monasterio con los fantasmales y taciturnos sabios, junto a quienes observaba las nebulosas, usando rudimentarios pero precisos telescopios. Ahondando su mirada en las profundidades del éter, Kania descubrió el inmenso y luminoso escenario de la Creación. Interpretando el signo de los astros, el arquero conocería la teoría cifrada de la hipótesis divina. Parte de la cual era su misma existencia y destino. Por las noches el viento del desierto arrastraba el distante y oceánido cantar de las ballenas o el perdido andar de los desaparecidos gigantes de su extraña odisea. (XLIX) <de “La Esfinge Desnuda” -C.B.>
La siempre viva luz del desierto de la soledad
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