Kania -la errante y desnuda esfinge humana- se alejó del valle de los gigantes y éstos no volvieron a cantar ni a cruzar la entenebrecida llanura. Entonces se internó en lo más espeso de la región. Durante muchos años, el arquero tuvo un sueño recurrente que más bien parecía un recuerdo. En él se veía ordeñando capreas (cabras) en el establo de un viejo monasterio. Las rumiantes producían leche exquisita y pura. En el mismo adagio se veía cuidando un solitario templo, encargado de encender la llama siempreviva del altar de un dios desconocido. Esa vez su extraño sueño cobró realidad y en su errante andar por el desolado arenal fue a dar con el mismo templo perdido en las profundidades de Uma. En el lugar no parecía haber un alma. Sus pasos resonaron en las graníticas baldosas y se dio cuenta que había empezado a caminar su mismo recuerdo. Un anciano monje llegó a su encuentro. Llevaba en sus manos algo luminoso, que en realidad era una rosa mística. Fue hasta el arquero, diciéndole: “Has vuelto.” Después de esto le entregó la rosa ardiente de la vida. Kania preguntó quién era el ermitaño. Este le contestó: “Soy el que se va y tú el que me continúa. Soy el que fue y tú el que será”. Luego lo condujo al interior del templo, en cuyo altar brillaba el fuego eterno. Quedó absorto ante aquella deslumbrante luz, que antes había visto en su lejano y profético sueño. (XLVII) <de “La Esfinge Desnuda” -C.B.>
El viajero de la rosa ardiente
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