Después de dejar atrás la luminosa ciudad del Ares —donde todo era efímero como el deseo mismo— Kania sintió que dejaba tras de sí parte de sí mismo. Él, que era igual a los apartados hijos del Ares, el río de las arenas de oro: violentos y tiernos a la vez; codiciosos y crueles; inocentes y culpables de amar. Raza mitad ensueño y realidad. Como la vida misma que es el sueño de un sueño. Así era él: arquero y espejismo; de la muerte y de la vida, similar a la inmensa y triste ciudad del desierto. Cuando los gigantes de Uma —la llanura del olvido— se acercaban a Kania se daban cuenta que éste sólo era un espejismo más del ardiente arenal. Era común ver en el horizonte figuras y ciudades que eran sólo espejismo, alucinación y delirio. A lo mejor Ara —la ciudad maravillosa del desierto— habría sido tan sólo espejismo, parte del mismo sueño del arquero. Estando en la terrible planicie de Uma —el encantador de sombras, hijo de los montes— oyó aterrorizado el andar de los gigantes, atravesando la estepa. Escuchó sus voces en lenguas perdidas, mientras ha- blaban del cielo y las estrellas o cuando entonaban himnos profundos y eternos. De la misma forma que cantaban las ballenas en el inmenso mar. (XLIII)
Inmenso cantar de las ballenas
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