Sus años en Ara, Kania sólo pudo acallar su conturbada alma con la mirra, el vino de las vides del desierto y los besos de la coladora de oro —la misma que era descendiente de monjes astrólogos. Inmerso en el éxtasis desbordante del deseo quedó el arquero junto a la hermosa nativa. Entre tanto, en las estrepitosas calles de la fulgurante Ara, fueron apedreados aquellos que encontraron formas diferentes y condenables de amar. Pero la misma ciudad era una ramera joven y eterna; sedienta de deseo... Atormentados y desdichados jueces del amor, lapidaban en las plazas a quienes ellos llamaban pecadores, amantes del placer o solamente víctimas del dolor de amar. Bellas mujeres fueron inmoladas por sus ilícitos amores. Mientras tanto, la guardia real asesinaba a inocentes opositores de la monarquía. Nadie juzgó a los asesinos del amor. Culpables de amar, los habitantes de Ara, terminaron esclavos de una falsa moral; prisioneros del poder y del deseo. Como una vez quedaran los gigantes de Uma —detenidos entre el cielo y la tierra. Como por igual quedó el buscador de montañas entre la noche y el amanecer de su dulce e inmensa locura. Samaj por su parte, cosechaba el oro del Ares, junto a Ezaín, una joven sierva y concubina. Ambas se entregaban a Kania, humana esfinge del deseo. (XXXVII) <de “La Esfinge Desnuda” -C.B.>
La sombra de Rhuna y los gigantes entre el cielo y la tierra
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