La luz no dejaba lugar a dudas. Brillaba con una insistencia que parecía burlarse de la oscuridad, desafiando el velo de la noche en aquella recóndita finca en Chijamaj, un pequeño poblado al occidente de Sivarnia. Juanita la veía claramente desde la hamaca en la que reposaba, su cuerpo apenas meciéndose al ritmo de la brisa cálida de aquel verano de 1935.
—Ahí está la luz, Alonso.
La voz de Juanita cortó el silencio, esperando una respuesta de su esposo. Pero Alonso, inmerso en sus propios pensamientos, apenas reaccionó.
—Alonso, ¿no me escuchas? —insistió ella, con un tono que mezclaba la frustración con la certeza de lo que veía.
—Sí, te oigo —respondió él, sin mucho interés.
—Te digo que ahí está la luz otra vez.
—Pues yo no la veo —contestó Alonso con la misma calma, sin siquiera molestarse en mirar.
Juanita suspiró con resignación. Su marido no era hombre de fantasías, de ilusiones sin fundamento. La racionalidad lo dominaba, y si algo no cabía en su entendimiento, simplemente lo descartaba.
Eran las nueve de la noche, y el día había sido largo. La pareja descansaba después de la cena, cada uno en su hamaca, que colgaban de las gruesas columnas de madera del ancho pasillo que rodeaba la casa. La Finca "Versalles", bien propiedad de don Carlos, el padre de Juanita; era ahora su hogar, cedida para que vivieran en ella y Alonso la administrara. El crepitar lejano de los insectos nocturnos y el susurro de las hojas de la ceiba gigante completaban la banda sonora de aquella noche en la que la luz, para Juanita, se volvía casi un personaje más.
Alonso, con un gesto de hastío, dejó la comodidad de su hamaca y se acercó a su esposa, solo para darle gusto.
— ¿Dónde? ¿Dónde decís que la mirás? —preguntó, aunque sin mucha esperanza de ver algo.
—Ahí, mira —Juanita alzó la mano, apuntando hacia las gruesas raíces de la enorme ceiba, que se erguía majestuosa a unos cien metros de distancia.
Alonso entrecerró los ojos, esforzándose por ver lo que su mujer describía, pero todo lo que encontró fue la oscuridad salpicada por algunas luciérnagas.
—No la veo —admitió con sinceridad, volviendo a su hamaca con el peso de la convicción que sólo la duda ligera puede otorgar.
—Deberías excavar debajo de esa ceiba —sugirió Juanita, su voz teñida de una esperanza casi infantil.
— ¿Para qué? —Alonso estaba cansado, no solo del día, sino de esa insistencia que empezaba a incomodarlo.
—Para ver qué hay debajo... —respondió ella, como si la idea fuese la cosa más evidente del mundo.
—No quiero —fue su respuesta, seca, definitiva.
— ¿Por qué? —Juanita, sin embargo, no se rendía.
—Porque ahí no hay nada.
Alonso no era hombre de quimeras. Si iba a esforzarse en algo, debía estar completamente seguro de que valdría la pena. Las palabras de su esposa le sonaban a fantasías sin fundamento, y él no tenía tiempo para esas cosas.
Los días pasaron, pero la luz no se extinguió. Al mes de aquella primera conversación, Juanita seguía insistiendo desde su hamaca.
—Alonso, deberías excavar el árbol.
—No —la respuesta de Alonso era ya casi un reflejo.
— ¿Por qué no? —preguntó Juanita, con la voz cargada de una mezcla de frustración y súplica.
La luz, ajena a la terquedad de Alonso, brillaba aún con más esplendor.
—Ahí no hay nada —reiteró él, cerrando el tema.
—Te digo que hay algo ahí. Estoy viendo la luz ahora mismo.
Alonso suspiró, exasperado. —Solo tú la ves. Deberías llamar al doctor Morán. Tal vez tienes algún problema en la vista.
Juanita calló, herida en su orgullo. —No tengo nada en la vista…
—Seguro son luciérnagas, Juanita. Nadie más la ve, solo tú.
Juanita cerró los ojos, conteniendo las lágrimas. Sabía que Alonso no iba a ceder. Sabía que algún día él se arrepentiría de no haberlo hecho, pero esa certeza no era suficiente para mover la roca de su obstinación.
— ¿Y meterme en problemas con tus hermanas? —agregó Alonso, encendiendo un cigarro—. Agarrarme a golpes con tus cuñados, no, Juanita. No sabes lo que me pides. Tus hermanas reclaman por todo lo que hago en esta finca… las muy envidiosas… y después van a hablar mal de mí con tu papá. No lo haré.
El tiempo pasó y la vida en la finca continuó, marcada por la rutina y las pequeñas tensiones que conforman un matrimonio. Un año después, don Carlos falleció, y las hermanas de Juanita, ansiosas por reclamar su parte de la herencia, exigieron la venta de la finca. Con el corazón encogido, Juanita no tuvo más remedio que aceptar.
La última noche antes de dejar "Versalles", mientras preparaba las maletas y los bultos con todas sus pertenencias, Juanita salió al pasillo. La luz seguía ahí, más brillante que nunca, como si se burlara de ella, como si la retara. Juanita se sintió desbordada por una tristeza tan profunda que se dejó caer al suelo, llorando. Lloró por la impotencia de no haber podido excavar la raíz, por dejar el lugar donde había vivido tantos años con su familia, por la muerte de su padre, cuya figura, aunque a veces distante, le había proporcionado una seguridad que ahora se desvanecía. Lloró por el amor que sentía hacia aquella tierra que había sido su hogar, y por la ambición de sus hermanas, que habían preferido venderlo todo antes que dejarla seguir viviendo en él.
Al día siguiente, se mudaron a una casa en el pueblo, propiedad que don Carlos había heredado a sus tres hijas. Aunque sus hermanas le permitieron vivir ahí, lo hicieron a regañadientes, con la frialdad de quien concede un favor por obligación.
Pasaron dos años. El ciclo de las estaciones se repitió y la vida siguió su curso. Pero un día, después de dos semanas de lluvias torrenciales, la tierra cedió. La ceiba, la misma que había sido el objeto de tantas discusiones, perdió su anclaje en el suelo y cayó lentamente hacia un costado, exponiendo sus raíces. Los nuevos dueños, al investigar entre las raíces retorcidas, descubrieron algo insospechado: una tinaja llena de monedas de oro.
Alonso, al enterarse, no pudo evitar pensar en las palabras de su esposa. Pero para Juanita, ya no había consuelo en la confirmación de su intuición. El dolor de lo perdido pesaba más que el oro que nunca poseyó.
Médica, Nutrióloga y Abogada