Antares contemplaba extasiado la sombra inmensa que caía sobre la isla. Al moverse, advirtió que la dantesca penumbra se movía también. Sintió a sus espaldas el sol abrasador. Entonces comprendió que aquella anchurosa oscuridad, era en verdad su misma sombra, cubriendo el horizonte de su propio porvenir. “Mira de cara al sol y quedarán las sombras tras de ti” -decían los habitantes del lejano desierto. Pero esta vez, la sombra era la del mismo mensajero, grandioso y fugaz como el altozano. Aunque la penumbra del monte nunca pasaría. Seguiría allí, eternamente, cubriendo parcialmente el la ciudad de luz. La única sombra que algún día habría de borrarse era la del glorioso emperador. El mismo que ayer fuera risco y soledad. Más allá de la distante tierra de los colosos. En la anchurosa heredad de “Surya Dvïpa” se escucharon los cantos de ballenas azules. Los mapas del imperio fueron entregados a los sumos sacerdotes y depositados en el monasterio del reino. Se cuenta que aquel último emperador criaba águilas en su dominio. Las mismas rapaces que habrían de volar un día, oscureciendo parte del firmamento de su gloria. Y si la esfinge se presentara en forma de tormenta, las aves de presa picotearían sus ojos embrujadores. Así los sabios de aquella raza austral volverían a salvar su propio recuerdo. Su interior visión de la divinidad, el “darsham” de cada quien, según su lengua. (C) <de “La Esfinge Desnuda” -C.B.>
La sombra eterna sobre "Surya Dvïpa", la ciudad de luz
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