Cuando Antares -mensajero del distante y perdido reino de los montes- llegó a “Surya Dvïpa” (Isla del Sol) parte del grandioso suelo insular oscureció con su llegada. Esto debido a la sombra del monte que él mismo proyectaba. Las aves volaron hacia lo alto de los riscos cuando llegó el enviado. La gente se congregó en el puerto durante aquel eclipse. Antares bajó de la embarcación, llevando en sus manos el arca de los mapas de Rhuna y la profecía de la fabulosa esfinge, cantora inmemorial del anchuroso desierto. Algunos quizá vieron en él a un asno con un pienso de pasto a sus espaldas. Otros -los que miraban el alma acácica de la memoria universal de la existencia- vieron en Antares el rostro luminoso de la bienaventuranza. “Es su Alteza, el Príncipe de los montes -heredero del reino de Rhuna- que llega con sus buenas nuevas” —dijeron los sacerdotes de la Tierra del Sol. Los mapas y la descifrada profecía de la esfinge al fin habían llegado hasta aquella última civilización solar, aislada al medio del oscuro mar. Nuevamente la memoria de los nativos del distante altiplano se había salvado en los confines de la historia. Todo gracias al hombre-esfinge que escribiera la leyenda de una gloria y un tiempo lejano. (XCIX) <de “La Esfinge Desnuda” -C.B.>
Arribando al continente perdido de Surya Dvïpa
.