La amante ariana abrió sus ojos y vio que la fabulosa fiera del enigma se había marchado y con ella el emisario de los montes. Tal vez porque ambos eran uno solo o parte de un mismo sueño. Palpó su pecho, constatando -por el latir de su corazón- que aún vivía y por ende podría volver a amar. Miró a lontananza y vio volar un ave solitaria: El sueño de la vida. Se dio cuenta que había vencido a la esfinge cantora del desierto y con ello salvado a su gente. Todo gracias al consejo que le diera Mandares ante su inminente llegada: “No mires el rostro de la Esfinge ni pronuncies palabra alguna. Cierra tu boca, ponte a soñar o cubre con velos tus ojos. Al no decir palabra alguna responderás su enigma fatal. Al no ver la sonrisa macabra de su faz dejará de sonreír y se irá de paso por los senderos de arena con su infinita tristeza de criatura de cuerpo de león y rostro de mujer, como lo es el destino. No agites tu mano para decirle adiós. Así nunca volverá y se borrará en las penumbras de la leyenda. La desértica ciudad de Ara volvió a vivir. El brillante torrente del bondadoso Ares siguió arrastrando pepas de oro y los peces de la bienaventuranza siguieron saltando sobre sus aguas turbulentas y fugaces. Sólo allá en la lejanía las sombras del hombre y la esfinge habían desaparecido en la leyenda. Tal vez por ser uno solo o solamente una ilusión divina. (XCVI) <de “La Esfinge Desnuda” -C.B.>
La esfinge y el emisario de los montes desaparecen de un sueño
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