Kania —el arquero emperador— no volvió de su incursión a los desfiladeros en busca de la nefasta quimera con el fin de acabar con ella. Los rhunos le creyeron muerto. Al fin, muchos habían perecido en sus intentos. Entonces —en medio de intrigas y ante la ausencia del arquero— eligieron un nuevo emperador que resultó ser un tirano. Para asegurar su trono, éste dio órdenes a su ejército de asesinar al cazador de las esfinges, si éste regresaba al reino. Los fieles monjes —entretanto— guardaron los mapas de Rhuna en su antigua biblioteca para resguardar la heredad del cazador de estrellas. Con los días los rhunos de la montaña sagrada olvidaron así a Rhuna, el hombre que les había devuelto el reino perdido. Porque aquellos aborígenes de las montañas de fuego olvidaban el ayer. Por eso se volvieron a hundir en el olvido. Los años pasaron y nadie volvió a saber del desaparecido emperador. Mismo que fue traicionado por su pueblo en sus intentos de eliminar a la perversa esfinge. El triste viajero -que devolvió al destino los mapas sagrados de sí mismo- se había sumergido en las penumbras del monte. Así los mapas de piel de antílope quedaron soterrados en la biblioteca de los místicos. Misteriosos planos que hablaban de un reino que nadie nunca antes conoció: Rhuna —la montaña de oro— que en su infinita grandeza llegó a soñar que era hombre y hasta aprendió el lenguaje de los intemporales seres humanos. (LXXIX) <de “La Esfinge Desnuda” -C.B.>
El cazador de las esfinges se va
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