Hace unas semanas, en una de las más prestigiosas escuelas de derecho de los Estados Unidos, la de la Universidad de Yale, se dio un suceso que puede ser catalogado -por decir lo menos-, comoparadójico.
La Federalist Society, una organización estudiantil que funciona dentro de la Yale Law School, había organizado un panel sobre la libertad de expresión desde la perspectiva política. El evento consistiría en sendas conferencias a cargo de dos oradores: el primero expondría el punto de vista de la izquierda, y a continuación el segundo lo haría desde de la visión de la derecha política.
Sin embargo, el evento ni siquiera pudo comenzar: piquetes de estudiantes (tanto alineados a la derecha, como a la izquierda) hicieron imposible que alguno de los oradores pudiera ser escuchado. Con gritos, chiflidos, tambores y zapateo, se plantaron en el auditorio y montaron tal desorden que fue impracticable el desarrollo del acto. Vergonzoso, bochornoso. Más aún tratándose de una Universidad con la importante tradición académica de Yale.
Como se suele decir… el chiste se cuenta solo: la chusma estudiantil (por muy de clase social acomodada, o estudiantes que tienen el privilegio de estudiar en una de las escuelas de derecho más reputadas en ese país) impidió con sus berrinches que se hablara sobre libertad de expresión, haciendo uso de “su” derecho a “su” libertad de expresión. Aunque esta consistiera en berridos y zapateos.
¿Qué ha llevado a tal degradación del respeto de la opinión privada en las aulas universitarias americanas en general, y a las de la Yale Law School en particular? La respuesta quizá podría encontrarse en la consideración de la inmensa pérdida de valor que la persona individual ha sufrido, a fuerza de aborregar el pensamiento y apostar a un colectivismo desmedido.
La libertad de expresión es una consecuencia del convencimiento de que cada persona tiene valor en sí misma, que cada uno es más -mucho más- que piezas de un rompecabezas social. Porque cada persona, por su libertad y por su dignidad es, de acuerdo con la tradición occidental, relicario de una cierta chispa de divinidad, de eternidad, de trascendencia.
Cuando se cree incondicionalmente en la dignidad humana, el derecho a la libre expresión de cada persona no se fundamenta simplemente en la co
Personas como los aborregados estudiantes de Yale que impidieron el panel, y muchos políticos y líderes sociales en distintas partes del mundo, sólo creen en una cosa: en el poder. Ya sea este blando (el de la propaganda y la desinformación), o duro (el de las armas y el recurso a la militarización de las sociedades). Todo lo demás: derechos humanos, respeto a la ley, institucionalidad del Estado, separación de Poderes, es, simplemente, paja. Papel mojado.
Quienes no tienen poder: la masa, la chusma, el pueblo, son solamente estorbos o escalones. Relevantes solamente si son útiles (votos) o perjudiciales (oposición política). Los primeros son halagados, alimentados, narcotizados con propaganda. Los segundos simplemente son aplastados, aniquilados.
Sin embargo… solo mediante el respeto a todas las opiniones, a todos los puntos de vista, es posible construir una sociedad pacífica. Asentada en el valor de la persona individual y no solo en el poder puro y duro; que -como dijimos-, es indiferente si se trata delde los votos, el de los bits de las redes sociales, o el de los fusiles.
La alternativa es cada vez más nítida: no se trata de optar entre libre expresión y silencio, sino más bien, entre libre expresión y violencia. Ya lo vivimos a finales de los años setenta del siglo pasado… ¿se repetirá la historia, dará una vuelta más la rueda de la fortuna en nuestra atribulada realidad?