El joven Moro recordaría con el tiempo el primer juego de amor de su infancia junto a Rhada, la novia imaginaria del destino. “Juguemos de casados” –dijo ella impaciente. Cubrió su cabeza con un pañuelo blanco y Moro le dio un ramito de azahar que cortara del huerto. “Esta será nuestra casa —agregó la chica, señalando donde no había casa. Y estos nuestros hijos” —dijo refiriéndose a sus ausentes muñecos. “Aun el roto marino, esté donde esté. ¡Todo es nuestro hoy!” –exclamó jubilosa. El chico tuvo miedo. Miedo de poseerlo todo. De poseer aquel vacío, hacia donde ella había señalado. Luego la precoz Rhada tendió una manta sobre la hierba. “Este será nuestro lecho” –dijo trémula. Miró su reloj de pulsera, diciendo que era la hora de dormir. Fingiendo que dormían quedaron dormidos. Entonces tuvieron su primer sueño de amor. Un sueño donde yacentes junto al ser amado, lo vivimos dichosos a plenitud, pero -al despertar- nos encontramos solos, ya sin él. Así es este soñar la vida donde -al final- despertamos a solas, buscando con afán el anhelado amor en algún lugar del huerto de la fronda. “¡Raha!” -gritó al vacío. Y la voz del silencio calló, como una respuesta sin palabras. Era el sueño de un despertar. O lo que es igual, el despertar de un sueño. (VIII) de: “El Juego de la Vida y la Vida en un Juego”©C.Balaguer