Inclusión y solidaridad. Dos conceptos, de acuerdo al artista Thomas Jolly, responsable del diseño del espectáculo con que se abrieron los juegos olímpicos, que deberían haber sido los rieles por los que la ceremonia habría de haber discurrido.
Entrevistado, Jolly aclaraba que todo el show estaba diseñado para mostrar las ideas republicanas sobre las que se asienta la cultura francesa. Sin embargo, a una semana de la puesta en escena del espectáculo, y sobre todo después de leer y escuchar lo que muchas personas han manifestado al respecto, queda la duda acerca de si, independientemente de las buenas intenciones, el performance resultó bastante más excluyente que incluyente.
Independientemente de la parodia, burla o alusión que en un momento dado se interpretó por muchas personas con respecto al conocidísimo fresco de la Última Cena, y que hizo reaccionar a todo el mundo cultural cristiano al sentirse directamente ofendido; pues en realidad no hacía falta mucha sagacidad para interpretar que se sustituía a Jesucristo por una señora coronada y a los apóstoles del cuadro de Da Vinci por dragqueens con posturas más bien insinuantes… amén de la presencia de niños en la escena; cuando se ven las cosas más detenidamente, se pueden llegar a comprender algunas ideas que tratan de explicar la realidad cultural contemporánea.
Nos referimos a las ideas del filósofo francés Jean-Francois Lyotard. Un pensador que sostiene que la cultura global ha perdido la referencia a un metarrelato que dé sentido global a la interpretación del mundo. Lo que en un tiempo fue el cristianismo y en otro la supremacía de los valores de la cultura occidental (democracia, libertad, imperio de la ley), en estos dorados tiempos ha sido sustituido por una infinidad de microrrelatos: explicaciones parciales, basadas en la subjetividad de pequeños grupos que se ven aglutinados por unas ideas, pero principalmente por unos sentimientos, compartidos.
Las presiones identitarias que se han asentado en nuestras sociedades, el tribalismo y la reivindicación de equivalencias que se fundamentan en históricos agravios reales o imaginarios por motivos discriminatorios, se asientan en esos microrrelatos a los que Lyotard achaca la atomización de la cultura.
Unas subjetivas interpretaciones de hechos reales o construidos que terminan por ponerse en mutuo conflicto, pues cada una de ellas pretende convertirse en el relato “objetivo”, único y excluyente, a partir del cual se deben interpretar, juzgar, y normar las relaciones entre individuos en el seno de las sociedades.
Algo de eso pasó en París. Una parte de la ceremonia se presentó como un festival queer, un microrrelato que se solaza en el exceso, la insolencia, la transgresión, la hipersexualización y el show de lo perverso y feo. Una postura subjetiva que no solo deja fuera a todo aquél que no comulgue con esa manera de entender las cosas, sino que hace que se sienta ofendido.
Deja fuera… excluye, expulsa, a quien no piense (¿o sienta?) como la representación inspirada en el Festín de los Dioses del pintor Van der Biljert, que no la Última Cena, como han explicado los responsables.
Como sea, al final uno se queda con la sensación de que en la ceremonia perdieron protagonismo los atletas y los ideales olímpicos, y de que todo fue montado sobre un microrrelato que no se corresponde con las ideas y valores que, en la sensibilidad de millones de personas, ayudan a interpretar el mundo.
Al final de la ceremonia, se quedaba en el cuerpo una sensación como de que a uno le habían atracado. Que alguien había robado la identidad misma que permite en un mundo global que personas de abigarradas procedencias y backgrounds culturales diversos, se identifiquen entre sí por medio del amor al deporte, y todos los valores relacionados con esta tan humana actividad… a manos de alguien que interpreta el mundo mirándolo desde su propio canuto.
Ingeniero/@carlosmayorare