Vivimos una época complicada. Una frase, la anterior, que puede ser leída en cualquier etapa de la historia y seguiría siendo verdadera… quizá porque lo complicado no es la sociedad, ni la cultura, ni los tiempos. Lo difícil de comprender y entender con simpleza son, ya lo habrá intuido el lector, los seres humanos.
Cada uno y cada una de los niños y niñas que comienzan su andadura en cualquier parte del mundo tienen un potencial casi infinito… independientemente de sus capacidades innatas; o, quizá, precisamente por esas capacidades.
Es lo que la célebre frase de uno de los fundadores de la psicología conductista, John B. Watson, intentaba reflejar a principios del siglo pasado, reaccionando contra las tendencias eugenésicas y racistas que inundaban los ambientes académicos de su época.
Concretamente, escribía: “denme una docena de niños sanos, bien formados, para que los eduque, y yo me comprometo a elegir uno de ellos al azar y adiestrarlo para que se convierta en un especialista de cualquier tipo que yo pueda escoger —médico, abogado, artista, hombre de negocios y, sí, incluso mendigo o ladrón— independientemente de su talento, inclinaciones, tendencias, aptitudes, vocación y raza de sus antepasados”.
Una declaración que cobra fuerza a medida que los medios de comunicación hodiernos, y su influjo en todos -pero especialmente en los más jóvenes-profundizan en nosotros tres características muy propias del mundo actual, y que en cierto modo hacen que la educación (en sentido más profundo, la humanización) de las nuevas generaciones alcance con mayor dificultad su meta de formarlos como seres humanos con criterio propio, independientes, responsables y, en último término, libres.
Concretamente, me refiero las tres principales notas o características generalizadas e identificadas por Stephen Blackwood y Bernardette Guthrie en sus investigaciones, y que utilizan para explicarse en cierto modo el declive de la educación como factor humanizador: el imperio de la uniformidad, la incapacidad para la búsqueda del sentido y la crisis de la atención.
El afán por concebir la educación más como capacitación para el trabajo termina por primar la productividad por encima de la humanidad, y -consecuentemente- identificar a cada ser humano por su “valor” productivo. Así, en estos dorados tiempos, ya no importa tanto “quién” hace qué como qué es lo que cada uno hace. Educar es, entonces, capacitar, instruir. Términos muy lejanos de la independencia de pensamiento o de la formación del carácter que eran las metas de la llamada educación liberal.
De igual forma, una educación volcada a la eficacia termina por hacer de la productividad la finalidad exclusiva no solo del trabajo, sino de la misma vida de cada uno… de modo que lo único que importa es producir para tener y tener para producir, por lo que cualquier otro sentido de la vida que aparezca en el horizonte es barrido de un plumazo por esa cultura de lo inmediato, de lo eficaz.
En tercer lugar, una idea de la cual ya hemos tratado anteriormente: la tremenda crisis de atención producida por la inmediatez y la disponibilidad de la información que nos proporciona la vía virtual. Y no solo circunstancialmente, sino intencionalmente, pues responde a tecnologías de diseño específico que hacen que el bien más preciado de los manipuladores ya no sea ni los recursos ni las voluntades de las personas, sino su capacidad de atención pues, una vez se hacen con ella pueden lograr que la gente piense, quiera y haga “cualquier cosa”.
Nos han acostumbrado a demandar, en la información en general y en la educación en particular, lo que los autores anteriormente citados llaman “bite size chunks” (trozos del tamaño de un bocado): titulares, simplificaciones burdas, lugares comunes…que hacen prácticamente imposible pensar y reflexionar sobre cualquier hecho o noticia, y ya no se diga profundizar para encontrar causas o intenciones de los hechos o de sus protagonistas.
El relato mata el dato… pues el dato es imposible de aprehender.
Ingeniero/@carlosmayorare