El pasado sábado los católicos estábamos celebrando la fiesta de Nuestra Señora del Rosario. Y, aunque de todos conocido, es del caso hacer memoria de su origen y significado, dados los terribles acontecimientos desatados en esa fecha.
El rosario, originalmente, está relacionado con los salterios y salmodias acostumbrados en los conventos medioevales, en los que se cantaban 150 salmos diariamente. Dado que el vulgo (los seglares) no tenía acceso ni conocimiento para ello, los salmos se sustituyeron por Avemarías, organizándolas en decenas, precedidas por un Padrenuestro.
En 1260 Santo Domingo De Guzmán tuvo una aparición de la Virgen, portando en sus manos un rosario, que le enseño a rezar. Este santo, a su vez, trasladó esa devoción a Simón IV de Monfort, quien con sus tropas se alistaba para combatir a los cátaros, a quienes venció en la batalla de Muret, atribuyendo este triunfo al rezo del rosario.
La victoria más famosa atribuida al santo rosario sucedió en la batalla de Lepanto, cuando los españoles, romanos y venecianos dieron fin a la invasión turca del Mediterráneo el 7 de octubre de 1571, decretando entonces Pío V la fiesta de Nuestra Señora de la Victoria, en gratitud por su intervención. Gregorio XIII cambió el nombre, posteriormente, al de Nuestra Señora del Rosario, vinculada después también a la batalla de Temesvar, Rumanía, con la victoria del ejército imperial al mando del Príncipe Eugenio.
Esta plegaria, además de bella, es una completa evangelización en sí misma: en ella se unen el Padrenuestro, la oración que el mismo Jesús nos enseñó; el Avemaría, que expresa el saludo del Arcángel San Gabriel a María y el recibimiento que a Ella hizo su prima Isabel, así como nuestra humilde súplica para que interceda por nosotros a la hora de la muerte; y el Gloria, la manera más sublime de glorificar a Dios. Además, en cada misterio revivimos la vida, pasión, muerte y resurrección de nuestro Redentor.
Si nos admiramos de esas victorias que Dios ha permitido mediante la intercesión de Su Madre, por el rezo del rosario, debemos saber que no son nada en comparación de los infinitos favores que a diario recibimos los practicantes de esta devoción. Victorias visibles, algunas, y no visibles en su inmensa mayoría, pero gigantescas, por ser victorias íntimas, de índole espiritual, de cambios radicales en muchas vidas y en muchos y diferentes aspectos.
Sabiendo todo esto, ¿no debemos ver una señal grande, imperiosa, urgente, en el hecho de que la guerra contra Israel haya estallado, precisamente, el 7 de octubre? Jesús y Su Madre eran judíos, sus corazones deben estar sufriendo muchísimo con estos terribles acontecimientos.
En 1978 Anwar Al Sadat, presidente egipcio, y Menájen Beguín, primer ministro israelí, firmaron un tratado de paz en Camp David, por el que ambos recibieron el Premio Nobel de la Paz en ese año. Y llevaban acumulando guerras y odios por décadas, pero finalmente el cerebro (la razón) se impuso al hígado.
Ahora, el escenario es diferente e infinitamente más peligroso: los países enfrentados tienen armas que antes no existían y medios de comunicación masiva que insuflan odio permanentemente.
Pero, los católicos tenemos un arma muchísimo más poderosa: el rosario. Unámonos mediante su rezo, que alcanzará nuevas y grandes victorias, como siempre lo ha hecho. Por la paz, por Israel. por El Salvador.