Así lo resume la popular expresión: “Dios los cría, y ellos se juntan”. Este refrán se podría aplicar a Vladimir Putin y Kim Jong-un, quienes, tal y como se ha demostrado en la reciente visita de Estado del presidente ruso a Corea del Norte, refuerzan su alianza con el fin de unir intereses que representan una amenaza para Occidente.
Así lo ven Washington y sus aliados en Europa, muy pendientes de todos los movimientos de Putin, siempre con el ojo puesto en desestabilizar la región mientras aspira a engullir territorios vecinos. Todo esto ocurre cuando se han cumplido más de dos años de la invasión rusa a Ucrania, y el mandatario ruso busca desesperadamente apoyos que lo ayuden a vencer en una guerra en la que Kiev ha ofrecido una resistencia mayor de la que había anticipado Moscú.
Se trata de la primera visita oficial del líder ruso a Pyongyang en 24 años. El dictador norcoreano lo recibió con todos los honores y no escatimó en lujos, comilonas y espectáculos extravagantes mientras la población vive sumida en la miseria y bajo una represión feroz que hace de Corea del Norte uno de los países más herméticos del mundo. Desde luego, Putin no fue hasta la capital norcoreana para hablar del respeto a unos derechos humanos que en la Rusia actual (la muerte del opositor Alexei Navalny todavía reverbera en la memoria colectiva) brillan por su ausencia. En todo caso, como pudo verse en las imágenes que se divulgaron, fue el encuentro de dos almas gemelas en lo que respecta al despotismo narcisista de los dos dirigentes.
Uno de los objetivos de la cumbre que se celebró en Pyongyang era echarles un pulso a sus enemigos declarados, con los Estados Unidos a la cabeza. Los dos gobernantes escenificaron su voluntad de forjar un frente común que pasa por acuerdos en materia de seguridad y defensa mutua si consideran que son objetos de una agresión. Debido a las sanciones internacionales que pesan sobre ambos regímenes, el abrazo de Putin y de Kim Jong-un es la unión del hambre y la necesidad: ambos se necesitan para mantenerse en el poder. Al primero le urge el suministro de munición para aumentar la ofensiva en Ucrania y desde hace tiempo Washington sospecha que Corea del Norte le provee armamento a Rusia. Asimismo, al dictador norcoreano, parapetado en la cerrazón totalitaria de la dinastía de la que es heredero, le urge el incremento de exportación de petróleo ruso refinado, aunque ello conlleve la violación de restricciones impuestas por la ONU y la OTAN. Putin y su dadivoso anfitrión tienen en común su desprecio a unas normas internacionales que harían volar por los aires en una delirante competencia de arsenal nuclear. De hecho, uno de las pretensiones del hombre fuerte de Corea del Norte es que Rusia lo ayude a tener un submarino que pueda lanzar misiles nucleares, algo que preocupa mucho a Corea del Sur.
Antes de finalizar una estancia en la que no faltó el intercambio de regalos ostentosos como una limusina (Kim Jong-un colecciona Rolls Royce, Mercedes y deportivos de alta gama), en medio de sus cálidos gestos el ruso y el norcoreano lanzaron un mensaje: en el panorama internacional de una Guerra Fría que ha cobrado vigor (China es una aliada cercana de Rusia), y con Estados Unidos en un año electoral decisivo en el que podría ganar Donald Trump –quien en el pasado ha dicho de Putin y del dictador norcoreano que son “buenos tipos”–, los lazos estratégicos entre Moscú y Pyongyang añaden más quebraderos de cabeza a los líderes de las democracias occidentales.
Ciertamente, hay mucho de grotesco en la puesta en escena de dos personajes enamorados del culto a la personalidad que se han declarado “compañeros de armas”. Pero más allá de sus excentricidades, está el peligro real que encarnan. Parafraseando la comedia hollywoodense titulada Dos tontos muy tontos, Vladimir Putin y Kim Jong-un son Dos villanos muy villanos cuya amistad hace saltar todas las alarmas. [©FIRMAS PRESS]
*Twitter: ginamontaner