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En la era de los oráculos

La Inteligencia Artificial es una herramienta bastante útil, pero su producto está lejos de ser un “pensamiento universal y neutral”.

Por Ramiro Navas

Ya somos varias las generaciones que hemos crecido con historias de máquinas inteligentes que de alguna manera se terminan apoderando del mundo. Los ejemplos son interminables: Terminator, Matrix, El hombre bicentenario, Wall-E, Yo Robot, incluso hay una llamada exactamente Inteligencia Artificial. Y hasta hace un par de años, pensar en la interacción directa entre seres humanos y computadores inteligentes capaces de razonar de manera compleja parecía propia nada más de la ficción. Eso cambió con la llegada de las llamadas “inteligencias artificiales”, que están aquí para quedarse y han cambiado dinámicas de toda la sociedad.

Como sabemos, las IA son tecnologías capaces de procesar volúmenes descomunales de información en segundos, de traducir, sintetizar y hasta imitar el lenguaje humano con una fluidez asombrosa. Cada día millones de personas recurren a ellas como si se tratara de una fuente infalible de verdad, esperando respuestas exactas, a menudo sin cuestionar sus limitaciones, sus sesgos o el contexto de donde provienen sus conocimientos. Es natural que semejante avance tecnológico nos asombre y nos haga preguntarnos si la creatividad y el pensamiento crítico seguirán siendo dominios exclusivos de la mente humana. Pero es por eso, precisamente por eso, que también emergen preguntas urgentes sobre el tipo de sociedad en la cual esta tecnología se desarrolla, y la que está favoreciendo construir.

El sociólogo polaco Zygmunt Bauman describió nuestra modernidad refiriéndose a ella como “líquida”: una realidad en constante cambio, donde las estructuras sociales y económicas se desvanecen con rapidez, donde el individuo flota sin anclaje entre constantes incertidumbres. La irrupción de las inteligencias artificiales se convierte en un reflejo bastante ilustrativo de esta modernidad, al punto de redefinir el trabajo, la comunicación y hasta la esencia misma de las interacciones humanas.

El mundo de hoy nos ofrece ejemplos concretos del impacto de las inteligencias artificiales. En lo que respecta al trabajo, la automatización ya ha desplazado a miles de trabajadores, exacerbando las desigualdades económicas y consolidando el poder de las grandes corporaciones tecnológicas. Mientras en Silicon Valley es conveniente mantener abierto el debate sobre los límites éticos de la IA, en países de la periferia global aún no se han tomado decisiones claras para mitigar los efectos del desempleo provocado por la tecnología. Es en esos vacíos donde los patrones de exclusión de siempre se repiten: los más marginados son los primeros en ser sacrificados. Eso sin mencionar proyectos, como el que actualmente gobierna en El Salvador, que ha volcado el aparato público hacia la promesa de esa nueva “modernidad” basada en el crecimiento desmedido de las industrias tecnológicas, por encima del reconocimiento de los derechos fundamentales de su población.

No es precipitado decir que el impacto social de las IA se infiltra en cada aspecto de nuestras vidas. Plataformas que diseñan algoritmos para maximizar la retención de usuarios han perfeccionado el arte de polarizar sociedades. En las redes sociales, la inteligencia artificial de los algoritmos ya va más allá de una simple herramienta: es un actor que alimenta la radicalización, la desinformación y el odio. Lo vemos en el ascenso de liderazgos extremistas que utilizan la tecnología para reforzar su narrativa de exclusión. En Estados Unidos, Trump sigue movilizando su base a través de verdades a medias amplificadas por algoritmos que premian el sensacionalismo sobre la verdad. En Europa, la extrema derecha ha sabido capitalizar el miedo al migrante, utilizando campañas digitales impulsadas por IA para manipular la opinión pública.

El mensaje a difundir es claro: la Inteligencia Artificial es una herramienta bastante útil, pero su producto está lejos de ser un “pensamiento universal y neutral”. Refleja, por su propia naturaleza, los sesgos de quienes la crean; por tanto, podría provocar una amplificación de las desigualdades de un mundo donde el capital se concentra en pocas manos y donde la política se vuelve cada vez más un juego de percepciones controladas por plataformas digitales.

A pesar de lo dicho anteriormente, también hay espacio importante para la esperanza. En países como Colombia y Brasil, organizaciones sociales están explorando el uso de la IA para democratizar el acceso a la justicia, identificar patrones de corrupción y ayudando a comunidades marginadas a hacer valer sus derechos. En Corea del Sur, la tecnología se ha integrado a la educación para personalizar la enseñanza y hacerla más inclusiva.

Como en el caso de cualquier herramienta, la pregunta no es si la IA es buena o mala, sino quiénes la controlan y para qué fines la utilizan. La tecnología puede ser una herramienta para la liberación o para la opresión, para el bien común o para la acumulación sin límites de los mismos de siempre. En esta era de los oráculos digitales, donde las respuestas parecen estar al alcance de un clic, es más importante que nunca recuperar la capacidad de preguntar, de dudar, de desafiar las narrativas impuestas.

Analista político.

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Inteligencia Artificial Opinión

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