Parece que la insuficiencia renal va de la mano con la insuficiencia del autocuido.
La población se imagina que nunca sufrirá una enfermedad catastrófica, sin tener la menor idea de lo que significa el sufrimiento que esta dolencia conlleva y el altísimo costo económico que esto representa para un estado.
Y lamentablemente hombres, mujeres y niños son presas fáciles de una de las dolencias más tremendas que se pueda sufrir. No es que ya recibiendo la diálisis todo está solucionado. Esto es apenas la punta del iceberg. No vemos el calvario que vive el paciente que adolece de insuficiencia renal, el drama familiar y la pésima calidad de vida que tienen tales pacientes.
Desde el punto de vista educativo, debe la población saber que la insuficiencia renal se clasifica en insuficiencia renal aguda e insuficiencia renal crónica. La primera es de fácil manejo; a veces puede pasar indadvertida; sin embargo, la insuficiencia renal crónica no respeta a nadie: tenemos niños de apenas diez años que deben estar al alba en las afueras del hospital Benjamín Bloom esperando que les realicen su diálisis; no es una a la semana sino que esa familia, venga de donde venga, debe viajar en ocasiones más de tres veces a la semana.
Claramente, estamos ante una expectativa de vida corta por más que se intente que el paciente reciba lo mejor. Como médicos, intentamos dar lo mejor al paciente; sin embargo, son enfermedades crónicas como la diabetes mellitus, hipertensión arterial y otras, cuyo desarrollo depende más del descuido del paciente que de un estado.
Lamentablemente la moneda tiene dos caras y no podemos esperar que sea un sistema de salud de un país pobre como lo es El Salvador el que absorba todos los gastos; cubrir el tratamiento desde que la enfermedad es detectada hasta el último hálito de vida, o a buen momento, que el paciente pueda ser elegible para un trasplante renal, que no es la regla.
En una capital cada vez más apretujada donde se vive y se muere en un vehículo para llegar al trabajo, la actividad física queda en el olvido, es apenas un bajísimo porcentaje de la población el que realiza alguna actividad física, que dedica tiempo al cuidado personal, mientras la mayoría deja al destino que sea éste el que decida cual emperador romano, si se vive o se muere.
Insuficiencia renal crónica debe ser considerada una “mala palabra” en nuestras vidas. Hay señales claras y evidentes de que se está preparando la tormenta perfecta, que si tuviésemos la oportunidad de viajar en el tiempo y nos viéramos tirados en una cama, quizá, quizá así le diéramos un golpe de timón a nuestras vidas para que las consecuencias fatales de la insuficiencia renal crónica nunca toquen a nuestra puerta.
Las estadísticas son ciencias exactas: está demostrado que El Salvador está azotado por una plaga de enfermedades renales y definitivamente, sale más barato para un estado trabajar en la prevención que en la parte curativa; sin embargo, la salud es una responsabilidad propia, depende de nuestro autocuido que decidimos qué camino tomar, si una vida llena de limitaciones en todo sentido o poner en la balanza el futuro nuestro, si seguimos como veleros a la deriva o tomamos la responsabilidad de cuidar de nosotros, no podemos asumir demencia, olvido o indiferencia.
La insuficiencia renal crónica ronda entre nosotros, no tiene predilección alguna, es una enfermedad catastrófica que merma a una familia en todo sentido. No esperemos a que sean nuestros padres o hijos los futuros pacientes, tomemos las cosas en serio, cuidemos nuestra salud.
En lo personal el mes de enero de este 2025 me queda marcado por la frase y dato que dio el presidente de la República: “somos el país con el más alto índice de insuficiencia renal”.
Muchos pueden o podemos ser ya pacientes silenciosos que no debutamos aún con esta dolencia; por tanto, es obligación de cada uno de nosotros documentarnos, educarnos y buscar estilo de vida saludable.
Médico.