El Secretario de Seguridad Nacional, Alejandro Mayorkas, viajó recientemente a Miami para defender el nuevo programa de parole que la administración Biden ha lanzado y que afecta principalmente a migrantes de Nicaragua, Venezuela, Haití y Cuba. La Florida y otros estados bajo gobiernos republicanos no han perdido tiempo en llevar al gobierno federal a las cortes, esgrimiendo que dichos cambios violan las leyes migratorias en vigor.
En medio de la polémica y mientras llegan sin parar migrantes que huyen de la pobreza, de regímenes totalitarios, de la violencia o de estas tres lacras juntas, el cubanoamericano Mayorkas aseguró que este programa humanitario, a través del cual se permitirá mensualmente la entrada legal de un total de 30.000 personas provenientes de estos cuatro países, sirve para poner freno al ingreso irregular de millones de personas que ponen en peligro sus vidas.
Es un asunto complejo, divisivo y, sobre todo, persistente. No es la primera vez que Washington se enfrenta a estas periódicas crisis migratorias ni será la última. El actual gobierno, con Mayorkas (que pertenece a una familia de exiliados cubanos) dando la cara, se enfrenta a una situación casi imposible de resolver. Mientras haya gente que vive sumida en la más completa precariedad, oprimida y sin la posibilidad de ampliar sus horizontes vitales, sencillamente buscará todos los caminos para huir de callejones sin salida. Incluso si la escapada conlleva eventualidades que pueden acarrear la muerte.
En la Nicaragua del maléfico binomio Daniel Ortega-Rosario Murillo la oposición está sitiada y la corrupción reina en el país centroamericano. Desde la instauración del chavismo hace más de dos décadas y ahora bajo la línea continuista de Nicolás Maduro, los venezolanos han caído en una espiral de pobreza y los esfuerzos del bloque opositor se han debilitado con el paso de los años. En cuanto a Haití, la nación más pobre de Latinoamérica y el Caribe, no hay tregua en las crisis económicas y políticas que encadenan de un gobierno a otro. Y si hablamos de Cuba, con la dictadura más longeva del Hemisferio Occidental, el pasado año huyeron de la isla más de 180.000 cubanos, cifra que ha superado a los 125.000 que en el verano de 1980 salieron en el éxodo del Mariel.
Los migrantes de estos cuatro países que aspiran a llegar a Estados Unidos no tienen otro remedio que recurrir a métodos drásticos si quieren librarse de sus particulares infiernos. Y lo hacen realizando peligrosas travesías hasta alcanzar, si es que lo logran, los puestos fronterizos con México; o se embarcan en precarias lanchas y balsas que navegan en las peligrosas aguas del Estrecho de la Florida. Todo ello, previo pago a traficantes de personas que conforman las mafias que mueven a los migrantes que deambulan por todo el mundo.
Ante el torrente de hombres, mujeres y niños que solicitan asilo después de arribar indocumentados, esta administración, como otras en el pasado, se rompe la cabeza en el difícil equilibrio de que haya un orden migratorio, pero sin dejar a un lado el aspecto humanitario que plantea la tragedia de quienes se ven abocados a abandonar su tierra. Esta iniciativa forma parte de los innumerables esfuerzos –unos más acertados que otros – con demócratas y republicanos alternándose en la Casa Blanca y que se tropiezan con los males endémicos de países vecinos. Washington no puede cambiar sistemas fallidos y despóticos, pero sí debe alentar a las fuerzas democráticas en esos países y, además, no darle portazo a quienes se aventuran a huir.
Se puede obviar el derecho fundamental a solicitar asilo (que está sujeto a una revisión en las cortes de inmigración) y mirar con indiferencia a otro lado. O se pueden buscar vías que pongan un torniquete a la sangría de inmigrantes indocumentados que faciliten un éxodo más regulado. No hay otra forma de que las naciones ricas y libres aborden el eterno problema de las migraciones. Contra la desesperanza no hay demagogias políticas que valgan. Los hechos así lo prueban. [©FIRMAS PRESS]
*Twitter: ginamontaner