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El Salvador mío

Dicen que cuando uno entierra su cordón umbilical en El Salvador, nunca se va del todo. El Salvador mío quedó fosilizado en mi corazón

Por Carmen Maron
Educadora

Crecí en lo que entonces eran las periferias de la ciudad, en un complejo de casas construidas a medio siglo XX para parejas de la clase media, lejos de la señorial Flor Blanca, o las casas de los más afluentes que se aglutinaban en la flamante Colonia San Benito o parte de la Escalón. De pequeña, mi casa daba al monte. ¿Ven el paso a desnivel de la Jerusalén? Era monte. En las tardes de cielos azules de verano, salíamos a caminar con papá, y yo cortaba las flores amarillas que crecían silvestres, sólo para que se marchitaran en casa.
El jardín de la casa era, para estándares de entonces y de hoy, un desastre. Había tres naranjos ,un limonero, un mango que nunca dio fruto y un aguacate que era generoso, múltiples plantas, una caleandra, y rosas y más rosas y de allí, un muro y la quebrada. Al otro lado de la quebrada había un madrecacao enorme, centenario, cuya sombra le mataba a mi mamá toda su grama y cubría un cafetal. Gracias a ambos, me despertaba al sonido de palomas, urracas, torogoces, talapos y dichosofuí. También nos visitaban tacuazines, cotuzas y murciélagos. Una noche, sentimos un crujido enorme. El árbol se cayó, podrido de la raíz. Por los siguientes dos días, llegaron decenas de hombres a cortar leña para llevar a su casa. Nadie se robó nada. Así era entonces.
Había tan poco tráfico en aquella época que en media hora se llegaba de donde ahora es la Campestre a Ilopango. Por las tardes mi mamá llegaba a casa del trabajo y nos íbamos a ver aviones con ella y papá. Me encantaba el aeropuerto, su cúpula con los signos zodiacales,y su restaurante circular, donde uno podía ver los vuelos despegar. Éramos, en ese entonces, el aeropuerto más grande de Centroamérica y los enormes Boeing de Pan Am aterrizaban y despegaban.
Los fines de semana, mi tío me llevaba al cine. Mis favoritos eran el “Darío” y el “Caribe”. El primero, que ahora está tristemente abandonado, tenía versos de Rubén Darío escritos en sus paredes color crema y se consideraba el cine más lindo del país. El Caribe, popular y moderno, tenía ¡teléfono donde lo podían controlar a uno a media película! Aparecía una plaquita en una esquina de la pantalla detallando que Fulanito de Tal tenía una llamada en recepción. Como se imaginarán, yo siempre quise aparecer en pantalla. Y papá me complació. Salí a recibir mi llamada, orgullosa, de la mano de mi tío.
Las piñatas no eran el gran revolú que son ahora, temáticas y llenas de globo con pasteles fantásticos. Eran entre familia y vecinos. La popularidad de uno se medía con base en si la cumpleañera le daba una de las rosas de su pastel Lido. Uno regresaba a casa cargado de sorpresas de la Confitería Americana y dulces en una bolsita que le entregábamos a mamá. Recuerdo que tenía unos vecinos cuyo padre era ingeniero. Como gran novedad, una vez dieron de regalo pollos pintados.
Cuando íbamos al mar en verano, las plantaciones de algodón llegaban casi hasta la playa, y su blanco parecía nieve. En diciembre y enero llovían virutas negras y sabíamos que era el tiempo de la zafra. La caña crecía dorada y erguida carretera a Santa Ana. Y claro, el café. La flor, el fruto verde, el fruto rojo. Todavía había familias enteras que se desplazaban a vivir en las fincas para “la corta”. Desde octubre sabíamos que si exhalábamos, iba a salir “humo” de nuestras bocas. Esto a las diez de la mañana. Creo que no he tenido un alumno en décadas que me lo haya contado.
Cuando oíamos el anuncio de “Vamos todos a gozar a la Feria internacional” sabíamos que era hora de abastecerse de dulces americanos y llevar un semáforo “gringo” medio chupado en la lonchera al colegio. Cuando salía el anuncio de La Nueva Milagrosa, era Navidad. Cuando salía el anuncio de “ Guayaberas Nooooorma” sabíamos que comenzaba el colegio. Teníamos controlado acceso a la televisión, casi nulo al teléfono, de todo esto nos enterábamos por la radio. El radio siempre estaba encendido, informando o pasando una dramática radionovela.
Si les hablo como historiadora, les tendría que decir que detrás de esa vida apacible había toda una estructura de gobiernos militares que violaban sistemáticamente los derechos humanos, cometían injusticias contra los campesinos, que mucha gente era secuestrada y desaparecida por ambos bandos. Esto lo supe años después, tras una guerra que dejó 70,000 muertos. Pero como persona, mis recuerdos de El Salvador de mi infancia son de la chocolatina Foremost, de celajes impresionantes en verano, y de lluvia apacible en invierno. De correr alrededor de las Fuentes Beethoven cantando “allá en la fuente…había un chorrito” bajo la mirada amante de papá, de aprender a usar un dedal con mi abuela, de sacar la cabeza por la ventana de la camioneta de mi tío para sentir la brisa mientras miraba el volcán, y escuchar música acurrucada al lado de mamá. Cuando, regresando de una Feria Internacional en 1978, explotó una bomba-un preludio de la guerra-poco sabía yo que estaba a punto de perder mi país- y mi paz- por siempre a los siete años.
Dicen que cuando uno entierra su cordón umbilical en El Salvador, nunca se va del todo. El Salvador mío quedó fosilizado en mi corazón; será siempre mi abuela cargándome somnolienta hasta mi sillita blanca en las mañanitas frías para rezarle al ángel de mi guarda, bañarme en el mar con papá cantando “La negrita Cucurumbé” , sentarme a que mamá me peine frente a una ventana llena de rosas (no es poesía, la ventana de mamá tenía un rosal que daba flores todo el tiempo). Mi país siempre será elevar una cometa en aquellos octubres cuyos vientos asustaban y jugar a la peregrina dibujada con un pedazo de yeso en una acera llena de flores rosa, mientras las voces de niñas se enrollan a mi alrededor cantando “frai si firu lai…”. Mi país siempre será salir al jardín después de la tormenta a recoger las naranjas y limones caídos y cortar flores amarillas que se marchitarán en la casa, mientras camino en medio del monte con papá, bajo los cielos azules de verano.
Son 202 años tuyos, El Salvador mío, y te he amado por más de medio siglo. Que siempre haya quien, a pesar de lo que sea, ame tus cielos, tus lagos y tus volcanes.

Educadora

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