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OPINIÓN | Mario Vega: Continúa la otra epidemia

Por razones electorales, como en las pasadas décadas, el tema de la seguridad se continúa manejando con fines proselitistas. La realidad se oculta y se maquilla creando una percepción popular de seguridad. De manera que los dos asesinatos diarios que están ocurriendo en promedio, se minimizan y se esconden.

Por Mario Vega

Hasta el pasado 30 de agosto el total de homicidios reconocidos por la Policía Nacional Civil era de 514. Eso convertiría a 2022 en el año de mayor descenso de la violencia criminal en nuestro país de las últimas décadas. Si la actual tendencia se mantiene, el año podría cerrar con una tasa de 12.2 homicidios por cada cien mil habitantes. A pesar de esa notable mejora, El Salvador continúa por arriba de los 10 homicidios por cada cien mil habitantes, lo que, de acuerdo con los criterios internacionales, lo cataloga como país con una epidemia de violencia.


Se sabe que una epidemia es una enfermedad que se propaga rápida y descontroladamente con un incremento significativo de casos en un área geográfica concreta. Esa propagación es sostenida en el tiempo, lo que la diferencia de un brote epidémico y la acerca a lo que sería una endemia. En el caso de nuestro país, la violencia homicida se ha vuelto crónica e implica que se encuentra fuera de la capacidad de control del Estado.


Por el hecho de venir de días peores, el actual descenso de homicidios produce un ambiente de tranquilidad, complacencia y relativa seguridad. Pero nuestro actual índice sería un escándalo y una gran preocupación en los países que en verdad gozan de seguridad. Entonces ¿por qué nos sentimos tan satisfechos con tanta muerte? En parte es por la tarea de ocultamiento que se realiza desde el sistema de propaganda estatal. Por razones electorales, como en las pasadas décadas, el tema de la seguridad se continúa manejando con fines proselitistas. La realidad se oculta y se maquilla creando una percepción popular de seguridad. De manera que los dos asesinatos diarios que están ocurriendo en promedio, se minimizan y se esconden.

Pero hay otra razón de fondo. Es el hecho de que la violencia, en sus diversas manifestaciones, ha tenido un papel muy protagónico en la historia del país. Culturalmente hemos naturalizado el odio, la agresividad y la venganza. Se ve como normal que las personas sean intolerantes y violentas. Es más, se piensa que algo está mal con quien es capaz de callar ante la ofensa o que evita levantar la voz e ir a los golpes. Si a eso se suma la casi irrestricta circulación de armas de fuego que hay en el país, es comprensible el por qué las muertes violentas de personas se vean como algo natural y cotidiano. Nos congratulamos cuando “solo” se trata de uno o dos muertos diarios, como si fueran poca cosa.
Para aspirar a ser una sociedad segura es necesario cambiar la cultura vengativa por una cultura de paz. Para ello, es preciso implementar acciones sencillas, como prevenir la violencia y el maltrato doméstico; hasta acciones más integrales, como mitigar los factores estructurales de riesgo que detonan los comportamientos violentos. Esto debe incluir el fomento de actitudes que eviten el conflicto, el respeto al disenso y la tolerancia para resolver las diferencias por medio del diálogo. La base para resolver los conflictos debe ser el reconocimiento pleno de los derechos humanos y la dignidad de cada persona sin distingos.


Ese esfuerzo debe comenzar desde las altas esferas de gobierno que, por mandato constitucional, deben fomentar la paz y la armonía, pasando por las universidades, escuelas, iglesias, hospitales y llegando a la base de todo que son el hogar y las relaciones interpersonales. Aprender y enseñar el respeto al adulto, al niño y a la mujer es básico para desarrollar relaciones sanas y equilibradas. Los programas de salud mental deben fortalecerse para atender casos de desequilibrios que no han sido diagnosticados y tratados.


Este camino ha sido ya transitado por otros países que en su pasado fueron igualmente violentos que nosotros. Entre ellos se encuentran países europeos y asiáticos. Por ejemplo: Mónaco y Liechtenstein con una tasa anual de 0.0 homicidios; Singapur con 0.2; Japón, que hasta hace unas décadas era un país muy guerrerista, hoy con solo 0.3 homicidios por año; Islandia también con 0.3; Kuwait y Hong Kong con 0.4 cada uno. La experiencia de esos países y de otros muchos que, respetando los derechos de todos, han aprendido a convivir pacíficamente, son un ejemplo esperanzador que nos invita a hacer las cosas diferentes.

Pastor General de la Misión Cristiana Elim.

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