“Su inspiración patriótica, su labor de estadista, su ímpetu guerrero, con su elocuencia épica y su gallarda personalidad, llenan muchas de las mejores páginas históricas del siglo XIX en Centroamérica. Su muerte misma — el fúnebre patíbulo, el sacrificio cruento con la transfiguración del héroe en mártir —, asombra y arrebata.” Así se expresa Emiliano Cortés de Gerardo Barrios; palabras similares abundan en José Dolores Gámez, otro de sus biógrafos. Los dos autores son admiradores incondicionales de Barrios. Sus libros fueron publicados en el contexto del centenario de su muerte, cuando también se publicó el de Ítalo López Vallecillos, con mucho la investigación más rigurosa sobre Barrios, al menos en lo que a fuentes se refiere, que la interpretación tampoco escapa a la tendencia apologética. Los tres reproducen sin mayores variantes un discurso encomiástico que comenzó a tomar forma en la década de 1880, y que tuvo sus mejores momentos en las tres primeras décadas del siglo XX.
En 1910 se inauguró el monumento a Barrios, hecho que marcó su consagración como héroe nacional. Para explicar ese fenómeno no es preciso un estudio sistemático y minucioso de la vida y obra del caudillo; más bien hay que estudiar a aquellos que lo conocieron y lo admiraban, que escribieron sobre él y a los que posteriormente le rindieron homenaje, desde aquellos discretos de la década de 1880, hasta los apoteósicos de 1910. Igualmente hay que estudiar a los gremios e instituciones que en su momento retomaron la estafeta barrista que, si bien disminuida, todavía se enarbola.
Un estudio del mito barrista pudiera desconcertar, o peor aún, disgustar a los admiradores del caudillo; a aquellos que lo conocieron a través de las plumas floridas de Lorenzo Montúfar, David Joaquín Guzmán, José Dolores Gámez y Emiliano Cortés; a los que asisten emocionados a la conmemoración de su aniversario en la Plaza Barrios, cada 29 de agosto; a aquellos cuyos corazones aún vibran con los acordes marciales de la marcha militar que lleva su nombre. No es mi intención demeritar al personaje, al cual ciertamente admiro. Barrios es y será una figura cimera de la historia patria, independientemente de cómo llegó a serlo; por algo la fecha de su muerte es parte de las efemérides patrias.
Al escribir sobre Barrios pretendo mostrar cómo Barrios fue convertido en héroe nacional, pero también mostrar a un Barrios más humano, al hombre que para llegar a las cimas del poder tuvo que hacerse de capital económico y político, usando los recursos que consideró convenientes, independientemente de la valoración que a posteriori se pueda hacer de ello. Al hombre que estando en la presidencia creyó que para realizar sus proyectos políticos debía acumular el mayor poder posible, y que llegado el momento entró simultáneamente en conflicto con Guatemala y con la oposición interna. Lucha que perdió y lo llevó al exilio, para regresar dos años después y hacer su última apuesta por el poder, la cual también tampoco le fue favorable y que finalmente le costó la vida.
Entender la vida política de Barrios requiere prestar atención a sus aliados, pero también a sus opositores, es decir, hay que estudiarlo en el marco del proceso de construcción del Estado salvadoreño y de las fuerzas políticas que se disputaron su dominio; en este punto es indispensable incluir a su principal adversario político, el licenciado Francisco Dueñas, pero también a los pueblos y comunidades indígenas que se levantaron en su contra.
Hacer lo anterior exige distanciarse del Barrios de bronce. La dureza y perennidad del metal y el mármol anula la humanidad del hombre. Al magnificar su fuerza y carácter no permite ver las debilidades, las pasiones y las emociones propias del ser humano. El Barrios de bronce solo se presta para los oropeles del poder y los acordes marciales —a los cuales era ciertamente adicto, quizá demasiado adicto —, pero ese monumento no deja ver al Barrios, hombre de negocios. Al cafetalero que sin mayores conocimientos intentaba plantar sus fincas, al hacendado, al productor y negociante de añil; al comerciante importador que hacía llegar al país textiles y licores y lograba pingües ganancias. Al que intentaba cuanta empresa le parecía atractiva, aunque su factibilidad fuera mínima. El bronce tampoco deja ver al Barrios que gustaba de la buena vida, entendida esta como comer bien, disfrutar de la música y hacer vida social.
En fin, ese distanciamiento también permitiría entender mejor el país que Barrios gobernó y así explicarse por qué muchas de sus ideas y proyectos no pudieron realizarse. Y es que a diferencia de lo que sus apologistas hayan dicho y quizá él mismo pensaba, el poder de un presidente salvadoreño a mediados del siglo XIX era bastante limitado. El Estado se estaba construyendo en un contexto poco bonancible, por cierto: la economía apenas comenzaba a recuperarse de la destrucción de las guerras federales y las que siguieron en las décadas de 1840 y 1850, en varias de la cuales Barrios fue partícipe o promotor. El aparato de gobierno era exiguo y débil, y la falta de carreteras y medios de comunicación dificultaban el control del territorio y su población.
Hay un mérito innegable en Barrios: quiso hacer mucho por El Salvador. Pero a los estadistas no se les juzga por sus proyectos, sino por sus realizaciones. Y los proyectos políticos demandan no solo imaginación, sino habilidad política para llevarlos a cabo, y a menudo paciencia. Barrios era hombre de grandes ideas, pero ególatra, impulsivo e impaciente. Creía más en la fuerza de la espada que en las leyes, y se desesperaba cuando otros no entendían o aceptaban lo que para él era obvio.
A veces el poder acerca demasiado al gobernante a sus incondicionales, aquellos que dicen solo lo que agrada a su jefe; en consecuencia, éste se aleja de los gobernados y no escucha o no quiere escuchar lo que no marcha en el gobierno, o peor aún, lo que desagrada a los gobernados. A Barrios le pasó esto último en los años postreros de su gobierno. Obnubilado por el poder y el aparente apoyo que tenía, desempolvó el estandarte unionista que las guerras federales habían hecho jirones y se embarcó en una empresa para la cual no tenía ni la fuerza ni los apoyos necesarios. Quiso acelerar la marcha de la historia a un ritmo para el cual no había condiciones; el desengaño fue aciago y doloroso. Pero el fracaso y la tragedia que lo siguió fueron justamente la base de su consagración en los altares de la Patria.
* Este texto es parte de la presentación del libro “Gerardo Barrios: entre el mito y la historia. El Salvador, siglos XIX y XX”, de reciente publicación.
Historiador, Universidad de El Salvador