Era la primera noche que me dejaban manejar sola.
Fui a jugar UNO con unos amigos, una mezcla de salvadoreños y norteamericanos, mayormente hijos de funcionarios de la Embajada o de misioneros cuyas familias se animaban a venir a un país sumergido en una guerra que ya llevaba nueve largos años y que, para nosotros, era lo "normal". Esa noche, estábamos en lo mejor del juego, cuándo llamó mi mamá (regla #1 de vivir en la guerra civil: siempre da el teléfono de dónde vas a estar). Mamá trabajaba para una organización internacional. Esa noche, su jefe la llamó, y le ordenó que toda su familia se resguardara en casa, inmediatamente.
Quisiera decirles que esta era la primera vez, pero no, esta llamada la había recibido cientos de veces antes. Durante mi adolescencia, esas llamadas literalmente habían arruinado mi vida social y nunca ME había pasado nada grave. Y pongo el "me" en mayúsculas porque, fuera de mi burbujita, si pasaban cosas graves; cosas de las cuales me protegía el carnet que nos proporcionaba el trabajo de mamá, o mi pasaporte extranjero, pues tenía doble nacionalidad. Yo me aburría como una ostra y resentía no haberme podido quedar en la fiesta por la tal llamada. Sin embargo, un año antes, habían asesinado a una amiga mientras iba a su fiesta de graduación. Hace dos, al papá de otro amigo mientras jugaba tenis. Y cuándo gente que conocía se iba o desaparecía, recibía o explicaciones vagas, o silencios. Así aprendió a vivir mi generación: en silencio. El código de conducta era bien simple: no contés lo que se habla en casa, no opines, no digas que oímos a los radioaficionados y La Voz de América. No digas NADA, porque no sabes con quien estás hablando. Y el silencio, señores, hace que uno se trague los recuerdos.
Esa noche colgué y les dije a todos que "OTRA VEZ" habían llamado a mi mamá y, en una racha de rebeldía, me senté a continuar con el juego. Mientras jugábamos, una de mis amigas, hija de un funcionario de gobierno, recibió un mensaje en su radio, el cual ignoró. Ni diez segundos después, mi mamá volvió a llamar. "Te venís YA, o te quito el carro". Colgué, e inmediatamente volvió a sonar el teléfono. Era la Embajada Americana localizando a mis amigos.
En ese momento todos nos volvimos a ver. Yo tomé mis llaves, me subí a mi carro y aceleré. Mientras subía lo que entonces era una pequeña loma, vi luces de bengala. Inmediatamente supe que se venía un enfrentamiento. Al llegar a casa, me aseguré de que el carro quedara parqueado transversal frente al portón de la cochera (sí, eso nos enseñaban también, así si tiraban una bomba, destruía el carro, no el portón) y entré a la casa.
Papá y mamá habían cerrado todas las puertas de los cuartos y nos refugiamos en un corredor. Podíamos oír bombas, cohetes y balas alrededor de la casa, helicópteros y aviones sobrevolándola. Recuerdo que se fue la luz y nos quedamos en la más densa oscuridad. También recuerdo que en dado momento mi hermana dijo "yo soñé esto". Y entonces, señores, créanlo o no, me dormí.
A la mañana siguiente, increíblemente llegó el panadero, que nos contó que había guerrilleros muertos por toda la colonia. No había teléfono, la luz regreso durante el día. No había agua. Descubrimos que el gobierno había descodificado la señal de cable (una novedad), pero veíamos solamente noticias de que el Muro de Berlín estaba siendo desmantelado. Cuando aparecían noticias de El Salvador, se iba la señal.
Para finales del día 12 de noviembre, más o menos habíamos ubicado a nuestra familia y amigos. A la hija del funcionario de gobierno le habían tirado una granada en el carro mientras se parqueaba en su casa, pero logró entrar antes que explotara. Mis primos se quedaron atrapados con unos amigos en la Feria Internacional (si, había, durante la guerra). Los empleados y el negocio de papá estaban bien. El edificio de la organización donde trabajaba mamá había sido tomado por la guerrilla. Había guerrilleros metidos en casas en la Escalón. Había toque de queda de las cuatro de la tarde hasta las seis de la mañana, así que el fulano con quien estaba saliendo me llegaba a sacar de dos a tres y media...la vida seguía, aún en la ofensiva.
Muchos de estos detalles los recordé en el 2020, durante la interminable cuarentena. Como precaución, se trasladaron parte de las operaciones de la empresa a la casa, que quedaba a diez minutos de la mía, y yo estuve allí con todo y mi piscina inflable, dónde me metía todas las tardes. Y fue en esa piscina, mientras el mundo estaba detenido, que me dí cuenta que recordaba poco de esos años. Empecé a vaciar closets y cajas, a ver álbumes de fotos, tratando de hilar recuerdos. Las noticias me hacían recordar cosas que había olvidado: campos de refugiados, soldados en las calles. Un día ví unas manos y letreros en las ventanas de un hotel, y recordé las tomas de las Embajadas. Recordé a mi abuela, tomando su rosario y diciéndome que rezara, que la guerrilla se había tomado la oficina de mamá. Recordé la noche que le pusieron una bomba a la oficina de papá...
Después de la cuarentena se puso de moda la frase "porque no dijiste nada en treinta años". Después de la cuarentena, yo me di cuenta de que mi vida se había dividido en un antes y un después. Salí a un país que no era el mío. Me sentía perdida, confusa, deprimida y no entendía por qué.
Pensé, al principio, que sólo era yo. Pero un día, conté lo que me estaba pasando en una reunión. Para mi sorpresa, lo mismo le había pasado a muchos otros de mi generación. Empezamos a hilar historias, a llenar vacíos, a enfrentar la realidad una niñez y una adolescencia dónde el silencio, el temor y la violencia eran "normales". Un día, una amiga me dijo por teléfono: "Nunca nos dejaron hablar. Ni después de la guerra. Nos enseñaron a estar callados, a no meterte, a seguir con la vida..." Y era cierto.
La corta historia que cuento de la ofensiva ha tomado años unirla. Todavía tengo recuerdos vagos, de los que no encuentro el contexto. Recuerdo noches en que todos dormíamos en el cuarto de papá y mamá, y oíamos helicópteros y misiles. Recuerdo gritos en la quebrada atrás de mi casa. Recuerdo haber visto una columna de guerrilleros bajar del volcán con binoculares. Recuerdo la mañana soleada posterior al asesinato de los Padres Jesuitas. Leo relatos de la Ofensiva de 1989, y me sorprendo de las cosas que viví, porque no las recuerdo claramente. Pero de repente, hay una conversación o una foto, y se añade un hilo más al enorme remiendo que estoy tratando de hacer en mis recuerdos de esos años.
Este año se cumplen 35 años de la Ofensiva Final de 1989 y El Salvador sigue esperando la justicia transicional y restaurativa que se merece como nación. Muchos actores de aquel entonces ya han fallecido. Otros son ancianos. Durante la mayor parte de estos treinta y cinco años, ambos bandos continuaron una guerra que se había "terminado" con los Acuerdos de Paz: simplemente, no usaban ya armas, sino ataques y justificaciones. Nunca se buscó que el país sanara.
Se dice que pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla. ¿Pero cómo se va a conocer la historia, si los que la vivimos no podemos hablar ni entender lo que vivimos, porque nunca nos lo permitieron, y no se enseñó lo que realmente ocurrió, sin sesgos? Más bien diría: país que decide callar su pasado, se está condenando a repetirlo en un futuro.
Educadora.