Cuando yo era niña los “vendedores de canasto” eran parte de nuestra vida diaria. Uno de mis primeros recuerdos era de la pescadera que llegaba a vender a la casa de mis padres. No quiero glorificar los tiempos de la dictadura militar, pero en aquellos años del cambio de 2.50 colones por el dólar, yo comía langosta a los tres años. Así de baratas eran. ¡Y frescas! Era la pesca de la mañana, metida en un huacal de metal lleno de hielo de marqueta y traído desde el Puerto de La Libertad dentro de en un enorme canasto. También estaba la señora que gritaba “¡veeendo brasiereeees, calzooooones…!”, el señor de las paletas, cuya campanita tintineaba justo a las cuatro de la tarde, la señora de las flores, la señora de los tamales, el “¡zaaaaapateeero!” y la señora que vendía “¡ollaaaas, coooomales, saaaaartenes!”.
A la salida del colegio, corríamos donde la señora de los dulces y allí comprábamos semáforos, dulce de anís, y pirulís. El señor del sorbete de carretón se parqueaba en la otra esquina, igual que la señora del mango twist con su maquinita. Con veinticinco centavos de colón, uno era rico. Quien tuviera esa cantidad se compraba un mango, un pirulí y un sorbete de coco mora con jalea de tamarindo.
Cuando íbamos al Centro -al Centro de aquellos años, limpio, lleno de almacenes elegantes-uno podía ver en los portales a las señoras, con sus delantales de mil vuelos, vendiendo de todo desde sus canastos primorosamente ordenados. Venían de los pueblos y llevaban plantas medicinales, naranjas y butifarras de Cojutepeque, tejidos de San Vicente, flores del volcán, café en grano de San Pedro Nonualco y dulces de San Vicente, atado de panela de San Rafael Cedros, semillas de marañón tostadas desde el Lempa. Era un deleite cuando lograba que me compraran aquellas melcochas suaves y chiclosas, o alboroto, o ramos de lirios silvestres, que luego llevábamos a la Iglesia El Rosario. En la plaza Gerardo Barrios se veía lo más moderno , el señor que vendía globos, el que vendía alpiste para las palomas, el pequeño carretón, halado por una moto de tres ruedas, que vendía sorbete de chorro de dos sabores. Más allá, en una esquina, el vendedor de algodones de dulce-”rosado, amarillo, celeste ¿cuál va a querer la niña?”-que también vendía cilindros de barquillos, veinticuatro en cada bolsa y balanceaba sus productos colgados de una barra de madera en sus hombros mientras hacia frescos en su maquinita . En diciembre, para Navidad, en cada esquina se vendían los nacimientos junto con el musgo y los portales,y las manzanas formando en pirámides que desafiaban el equilibrio, rodeadas por gajos de uvas. Y aquí y allá se veían puestos con pirotecnia, donde, a pesar de mis ruegos, sólo conseguía estrellitas.
Hace unos días fui al Centro Histórico. Varias cuadras estaban limpias. Es más, le venía mostrando al conductor de Uber algunos edificios que reconocía de mi niñez. Me baje una cuadra antes de Catedral y caminé al lado del Palacio Nacional, dónde mi abuelo trabajó por años. Y mientras caminaba, recordaba aquella colorida algarabía de mi niñez.
El día de hoy, a media tormenta,el artista Kime sacó una foto de una anciana vendiendo fruta en canastos bajo la lluvia.
Nos llamaba a ser solidarios, y a comprarle al pequeño revendedor. Como hija de la generación de los canastos, yo mil veces prefiero buscar los camiones de verduras que el supermercado en situaciones así, pues sé que pierden, por lo entendí lo que se quiso decir perfectamente. Lo que me enfureció fueron todos los comentarios de odio hacia él y la anciana. Ella era sucia, ella hacia que la ciudad fuera fea, ella era haragana (a pesar que muchos con carros y oficinas mejores que sus propias casas se quejaron del asueto remunerado). En fin, esa mujer era una vergüenza para el país. ¡Qué triste! Primero por la absoluta falta de empatía y la cobardía de insultar a una anciana en las redes, y segundo, la total carencia de la noción histórica de los vendedores de canastos en nuestro país.
Durante el conflicto armado dejé de ir al centro, y durante el conflicto armado desapareció la señora del pescado, la de los brassieres, la de las flores… y luego el Centro se volvió un lugar peligroso. Ahora que los edificios van saliendo a la luz de nuevo, y se vislumbra a lo lejos un poco de lo que era en aquellos años me pregunto: viviendo en plena dictadura militar, ¿qué se hacía entonces para que el centro fuera a la vez colorido y ordenado? ¿Qué se hacía para que en los portales de La Dalia la señora pusiera la balanza en una mano y con la otra pesara una libra de arroz con la pesa correspondiente y fuera todo un espectáculo? ¿Qué se hacía para que los vendedores de libros se vieran tan elegantes? Ah, y se me olvidaba. ¿Y el toque del lustrador de zapatos con su caja y su silla de madera, justo a la entrada del Banco Hipotecario, ahora BINAES? Mi papá trabajó en una multinacional y llevaba a los extranjeros que venían al centro. Les encantaba.
Los vendedores de canasto y todos estos personajes que menciono (porque lo eran, al menos para nosotros) no son sucios, no hacen a un país feo, y menos son haraganes. Son gente que siempre se ha rebuscado para sobrevivir. Son parte de la cultura y la historia de nuestro país. ¿Qué ha pasado que, cincuenta años después, ahora se les ve mal? Antes, aún en las colonias de clase alta, eran parte de la economía familiar. Todavía me acuerdo del zapatero que llegaba a la casa, dónde lo esperaba una fila de zapatos, incluidos mis pequeños zapatos rojos, para que los arreglara.
Todavía oigo a mi abuela decir “hoy que venga la Ángela mirá si lleva hilo blanco”. Y me veo de la mano de mi tío, pidiéndole con los ojos un pirulí, que nunca me iba a acabar, porque perdía su encanto cuándo se le terminaban los colores de un lado, o abriendo la alacena después de rogar y rogar para comerme un “africano”, de la bolsa recién comprada del canasto del panadero. Para los de las nuevas generaciones: un africano era como un cupcake de espumilla, con un centro chicloso, y la parte superior dorada y espolvoreada con canela. No los he visto en años.
Quizás sería bueno buscar cuál era la ordenanza municipal de aquellos años y volver a crear, de alguna manera, esa microeconomía ordenada que era tan propia de nuestro país, con permisos de las alcaldías, con los registros y antecedentes correspondientes. Sé que la guerra y la violencia nos robaron aquel encanto de la Ángela, de la Margarita la pescadera, de poder darle los zapatos a un extraño sin pensar que se los iba a robar. Sé que ahora se vive en condominios cerrados, con guardias armados. Pero, quizás, en el centro, se pueda revivir. Al final, como dije antes, es parte también de nuestra cultura y nuestra historia. Y, al final, es una manera de ayudar a los verdaderamente necesitados.
Educadora.