Me han preguntado por qué la serie de artículos sobre el Dr. José Gustavo Guerrero no cubre su vida personal. La respuesta es que mi objetivo ha sido una biografía de su vida profesional.
Mis fuentes de información sobre el Dr. Guerrero fueron su hijo Gustavo Guerrero, el Dr. Reynaldo Galindo Pohl y, en menor medida porque nos veíamos con menor frecuencia, el Dr. Alfredo Martínez Moreno. Las otras fuentes son escritas, por ejemplo, lo que se ha escrito sobre él, lo que el escribió, libros sobre la Sociedad de las Naciones, las Naciones Unidas, en particular sobre su fundación, la Corte Permanente y la Corte Internacional de Justicia y, desde luego, la recopilación de sentencias y opiniones consultivas de ambas cortes, entre otras.
Llegué a conocer a Gustavo Guerrero, pues nos reunimos varias veces e incluso hicimos algunos viajes juntos. Vivía en la planta baja de una pequeña casa sobre la route de la Capite, en las afueras de Ginebra; el propietario vivía en el segundo nivel. Eso sí, el jardín era enorme y las vistas del lago Lemán y de las montañas eran fenomenales. Durante la época estival los campos aledaños estaban cultivados de maíz; después se instaló en Niza. Fue diplomático salvadoreño; la última parte de su carrera la hizo como embajador ad honorem ante la sede de las Naciones Unidas y organismos especializados en Ginebra.
No fue un jurista como su padre, pero fue un hábil, experimentado y bien informado diplomático que tenía excelentes relaciones con sus pares, con funcionarios de las Naciones Unidas, con representantes del sector privado y de organizaciones no gubernamentales, y con funcionarios del gobierno del cantón de Ginebra y del gobierno Federal suizo. Era muy simpático, con gran don de gentes y gran conversador. Nadie quedaba indiferente ante él.
El amor por su padre era obvio e innegable y gracias a él aprendí mucho sobre el Dr. Guerrero. Siempre supe que se trataba de un ejercicio altamente subjetivo en muchos aspectos, pero eso nunca me planteó problemas porque desde el primer momento tuve muy claro que se trataba de un hijo hablando de un padre al que amaba y admiraba intensamente.
Gustavo, me atrevo a opinar, fue un hombre que amó profundamente la vida y fue un gran epicúreo de vasta cultura. Disfrutaba la música, las artes plásticas, las artes escénicas y amaba la buena mesa. A menudo empezaba el almuerzo armando un bocadillo de pan baguette untado con gruesas capas de mantequilla y queso roquefort acompañado de un jerez. Ignoro lo que dirán los expertos en maridaje, pero a mí siempre me pareció una excelente combinación. Pero también le gustaba empezar el almuerzo con trozos de pan empapados en aceite de oliva con unos cuantos granos de flor de sal espolvoreados por encima. En su casa tenía reservas de un exquisito aceite de oliva que compraba directamente en un molino en el sur de Francia.
En Ginebra nos sentábamos en la Place des Alpes, frente al hotel Le Richemond, donde unos treinta y tantos años antes el Dr. Guerrero se había instalado, y de hecho había instalado la sede de la Corte Permanente de Justica Internacional al verse obligado a abandonar La Haya por la ocupación alemana. En esa plaza está el mausoleo del Duque de Brunswick, el reconocimiento que Ginebra, la ciudad de su exilio, le hizo por haberle legado su enorme fortuna cuando murió. A pocos pasos está también el Palais Wilson, primera sede de la Sociedad de las Naciones, donde el Dr. Guerrero empezó su notable carrera en la diplomacia multilateral.
Un encuentro particularmente memorable ocurrió en Ginebra a principios de los años 1970, en casa de Gustavo. Fue una tertulia con Gustavo, el Dr. Alfredo Martínez Moreno y el Dr. Reynaldo Galindo Pohl, cada uno contando anécdotas del Dr. José Gustavo Guerrero. El Dr. Martínez Moreno hablaba del diplomático, el Dr. Galindo Pohl hablaba del jurista y magistrado, Gustavo hablaba de su padre, y yo sencillamente trataba de juntar y atar los retazos en mi cabeza.
Tiempo después, en París, tuve la oportunidad de conocer a Francisco Martínez Moreno, hermano del Dr. Alfredo Martínez Moreno. Fue en un almuerzo con Gustavo, en un restaurante ubicado en la planta baja del edificio sede de la Embajada de El Salvador, que fue el pied-à-terre del Dr. Guerrero en París, y me impresionó su agudeza mental, su conocimiento de la diplomacia y de la política francesa y europea. La conversación se movió por todos los tiempos de los verbos sin ninguna dificultad. Era el segundo de a bordo de la Embajada, pero esos días estaba encargado de negocios por la usencia del Embajador. Fue, a mi juicio, un gran diplomático, ahora muy poco recordado.
Cada encuentro con Gustavo era un recorrido por la vida de su padre, y era muy agradable porque contaba sus anécdotas con gran sentido de teatro, aunque a veces rayaba lo operático. Uno de los viajes que hicimos fue al monasterio del Gran San Bernardo, un hospicio que el archidiácono de Aosta fundó en el año 1045, y allí por primera vez vi en vivo y en directo los famosos perros rescatistas con su pequeño barril de brandy atado al cuello, pues hasta ese momento solo los había visto en postales de paisajes suizos. Y resultó que los monjes conocían a Gustavo y recordaban al Dr. Guerrero, y empezaron a recordar tiempos pasados mientras yo trataba de seguirlos en mi imaginario.
Antes de emprender el viaje, habíamos constatado que un neumático de su auto estaba falto de aire y que el recambio estaba en igual o peor condición, pero logramos llegar a una estación de servicio. Sin embargo, como allí no tenían los de la talla de su auto, el administrador lo invitó a acompañarlo a una tienda para buscarlos. Se fueron a bordo de un Triumph Spitfire, un pequeño y estrecho biplaza color amarillo yema de huevo, y Gustavo, que era un hombre corpulento, de alguna manera logró entrar. Al rato regresaron y Gustavo, claramente encantado de su aventura en el minúsculo deportivo británico, comentó que era necesario un calzador para entrar y una polea para salir.
Tiempo antes, habíamos tenido otra aventura con el mismo auto, en Alemania, cuando se dañó el eje de transmisión. Llegamos al taller, que resultó ser la fábrica de Mercedes Benz, a bordo del auto pero sobre la plataforma de un camión de remolque, y con el problema de que por la época Europa estaba inundada por los llamados “eurodólares”, resultado de la crisis que provocó la vertiginosa alza de los precios del petróleo en aquellos años, y nadie aceptaba pago en dólares. Era domingo y las casas de cambio estaban cerradas, pero por suerte el dueño del camión nos hizo confianza y aceptó que el pago fuera diferido al día siguiente. En todo caso, ese lunes Gustavo desplegó todo su encanto y logró que nos hicieran una visita guiada y comentada de la fábrica mientras reparaban su auto.
Volvimos a encontrarnos en París. Recorrimos sus calles, ambos pretendiendo ser la mejor representación posible del flaneur baudelairiano, y me contó su experiencia como diplomático en Ciudad Trujillo, el nombre con el que el “Benefactor” Rafael Leonidas Trujillo en uno de sus tantos despliegues de infinita megalomanía había rebautizado Santo Domingo. Describió el ambiente que en aquel momento reinaba en el país y que inevitablemente impactaba el cuerpo diplomático, describió la cotidianidad que giraba en torno a una sola persona, sus caprichos y estados de ánimo, pues incluso el color de sus pijamas era importante tema de conversación, y detalló su ocaso en 1961. Pero también recordó la figura del diplomático Porfirio Rubirosa, considerado el epítome del playboy y del latín lover, que murió una madrugada cuando estrelló su Ferrari contra un árbol en el Bois de Boulogne en París. Años más tarde, cuando leí La Fiesta del Chivo de Mario Vargas Llosa, todo me parecía algo conocido y, desde luego, en cada página recordé a Gustavo.
Nos encontramos de nuevo en Niza. Hicimos una vista a La Chispa, la casa del Dr. Guerrero en aquella ciudad, pero solo por fuera, pues ya tenía nuevos propietarios. Parados frente a la bella casa me dio un apretón de mano profundamente nostálgico y al verlo constaté que estaba hondamente emocionado y muy melancólico. En ese encuentro también hablamos mucho de Consuelo Suncín, condesa de Saint Exupery, que él había conocido bien y que había fallecido pocos años antes. Fue la última vez que nos vimos, pues al tiempo me llegó la noticia tardía de que había fallecido. Alguien olvidó, o tal vez obvió, notificarme y no pude acompañarlo y despedirme.
Gustavo solía repetir: “Al final, la vida se reduce a recuerdos”.
Exembajador de El Salvador en Francia y Colombia, exrepresentante del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en Argelia, Colombia, Tayikistán y Francia y exrepresentante adjunto del ACNUR en Turquía, Yibuti, Egipto y México. También fue jurado del premio literario Le Prix des Ambassadeurs en París, Francia.