El Dr. Guerrero fue un hombre de paz que consideraba que la guerra era el enemigo más cruel y odiado de todos los pueblos y, así, fue parte de esa generación de diplomáticos y juristas internacionales que buscaba formas de prohibir la guerra. El 27 de agosto de 1928, su buen amigo Aristide Briand, ministro de Asuntos Exteriores de Francia, suscribió, junto con el secretario de Estado estadounidense Frank Billings Kellogg, el Tratado de Renuncia a la Guerra, conocido como Pacto Briand-Kellogg.
En su libro The Internationalists (Los internacionalistas, publicado en 2017), los profesores de la Universidad de Yale, Oona A. Hathaway y Scott J. Shapiro, explican de manera clara el cambio fundamental que empieza a darse en el derecho internacional a partir del Pacto Briand-Kellogg y cómo fue quedando atrás la concepción del derecho internacional del reconocido tratadista Hugo Grocio. Recuerdan que si bien Grocio es generalmente considerado “el padre del derecho internacional” desde que organizó y sistematizó los principios y normas que se aplicaban desde la noche de los tiempos, se le conoce menos como el preeminente filósofo de la guerra, pues consideraba que a los Estados les estaba permitido hacer la guerra para imponer sus derechos, conquistar territorio e incluso favorecer los intereses de empresas comerciales que en aquel momento se expandían por el mundo, en particular la Compañía Holandesa de las Indias Orientales para la que trabajó varios años.
Los profesores Hathaway y Shapiro hacen hincapié en que:
- se prohibió la guerra y quedó atrás la concepción de que era algo normal; un atributo de la soberanía e incluso del capricho del soberano;
- se vetó el uso de la guerra para resolver conflictos; algo que era común, incluso para resarcir supuestas ofensas entre soberanos y países;
- se proscribió la guerra de conquista y la adquisición de territorio con uso de la fuerza;
- se cambiaron las normas de la estricta neutralidad para poder discriminar entre beligerantes sin dejar de ser neutrales, y comerciar e incluso brindar apoyos a unos pero no a otros; aunque en este caso, como afirma Barbara W. Tuchman en su libro Practicing History (Practicando la Historia, edición de 1981), durante la Primera Guerra Mundial el presidente Woodrow Wilson había levantado la prohibición de préstamos y permitido el comercio irrestricto de armas porque temía que de lo contrario los pedidos de los aliados se dirigirían a Canadá, Australia y Argentina y que los Estados Unidos perderían esos ingresos; y
- se dispuso que los responsables de guerras de agresión ya no tendrían impunidad y tendrían que rendir cuentas.
De esta forma, se pasó del jus ad bellum, el derecho del uso de la fuerza, al jus contra bellum, el derecho de prevención de la guerra. Pero a esto hay que agregar el desarrollo del jus in bello, el derecho en la guerra para limitar el sufrimiento que causan los conflictos armados, es decir, el Derecho Internacional Humanitario.
En este cambio fundamental del derecho internacional, los profesores de la Universidad de Yale enfatizan que Sir Hersh Lauterpatch, jurista británico nacido en el antiguo imperio Austrohúngaro, estudiante en Viena de Hans Kelsen, otro grande del derecho internacional moderno, tuvo un papel parecido al que Grocio había tenido en la vieja concepción del derecho internacional.
En todo caso, uno de los primeros problemas que se planteó fue el juicio de responsables de guerras de agresión por el principio que prohíbe la aplicación retroactiva de nuevas leyes, de acuerdo con el principio general del derecho que establece que no hay crimen sin ley (nullum crimen sine lege). Así, como señalan los autores del libro ya mencionado, se planteó el problema de cómo juzgar a los dirigentes de las Potencias del Eje al término de la Segunda Guerra Mundial porque el Pacto Briand-Kellogg prohibía la guerra, pero no definía el crimen de agresión, no incluía el enjuiciamiento público y no establecía penas. Claramente, el Pacto no era un código penal, pero el jurista checo Boshulav Ečer argumentó que no debía verse de esa manera sino como un principio constitucional, y esto ayudó a despejar el camino para los juicios de criminales de la Segunda Guerra Mundial.
Ahora bien, el Dr. Guerrero también fue parte de esa generación de juristas de lo que ahora llaman el sur global que dieron un giro al derecho internacional, aplicando los mismos principios y normas, para convertirlo en el arma de defensa, al final la única, de los países pequeños y medianos. De esa manera, contribuyeron a transformar una institución desarrollada por Europa para mantener un orden estable, defender sus intereses y la expansión de sus empresas comerciales y coloniales para defender los intereses de los países pequeños y medianos y, así, imprimieron al derecho internacional su carácter verdaderamente internacional y universal.
La situación vista desde ese sur global la analizan Luis Eslava y Sundhya Pahua en su artículo titulado The State and International Law: A Reading from the Global South (El Estado y el derecho internacional. Una lectura desde el sur global, publicado en 2020). Ellos explican que la expansión europea por el mundo no estuvo acompañada de un reconocimiento inmediato del derecho de las poblaciones no europeas a organizarse en Estados independientes.
En realidad, continúan diciendo, la expansión colonial operó a través de modos diferenciales de gobierno en los que Europa reclamó persistentemente el predominio frente a los pueblos periféricos y los Estados coloniales que creó. Ideas como el deber de “cristianizar”, “la civilización estándar” y “la carga del hombre blanco”, acompañados de conceptos como terra nullius (tierra de nadie), y los derechos de paso, de autodefensa, de comerciar y de establecerse, ejemplifican las construcciones jurisdiccionales que puso a los súbditos coloniales y a los territorios bajo el dominio de los imperios europeos. Las construcciones discursivas y jurídicas establecieron jerarquías concatenadas entre súbditos centrales y periféricos, y entre Estados modernos y atrasados. Y así, para finales del siglo XIX, después de tres siglos de intensa expansión colonial en África, Asia, las Américas y el Pacífico, ya no era posible para los pueblos no europeos, incluidas las grandes entidades políticas como el Imperio Otomano, relacionarse con Europa fuera de sus propios parámetros y categorizaciones.
De ese giro que los juristas del sur dieron al derecho internacional, el Dr. Guerrero dio un ejemplo durante la Conferencia sobre el comercio internacional de armas que se celebró en Ginebra en 1925. Allí, como Horacio Cocles en el puente Sublicio, defendió los intereses de los países pequeños, solo con la palabra, la lógica y la persuasión. Buscó alianzas con los países pequeños y medianos no productores de armas, pero también, con brillantez táctica, se acercó al Reino Unido y a Francia, ya que ellos tenían interés en controlar la llegada de armas a sus colonias.
En aquel momento no hacía mucho que había ocurrido la Revolución mexicana, y al Dr. Guerrero y a otros diplomáticos de países pequeños y medianos había llamado la atención el uso que habían hecho los Estados Unidos de la prohibición de venta de armas para favorecer a una de las partes, y cómo ese favoritismo había ido cambiando a medida que avanzaba el conflicto.
En 1928, el Dr. Guerrero volvió a utilizar el derecho internacional como única arma de defensa de países pequeños en la VI Conferencia Internacional Americana que se celebró en La Habana. Allí se trató del principio de no intervención y sus disputas con el Dr. Víctor Manuel Maúrtua de Perú, favorable a las posiciones estadunidenses, pasaron a los anales de la historia del panamericanismo. En su libro Mestizo Internacional Law (Derecho internacional mestizo, publicado en 2014), Arnulf Becker Lorca cita a Richard Salisbury que afirma que el intercambio desembocó en una “amarga polémica” caracterizada por términos y expresiones que no eran ni cordiales ni diplomáticos, y que fueron tan intensos que el presidente de la sesión borró algunos comentarios particularmente incendiarios de las actas oficiales de la conferencia.
Un tercer ejemplo lo dio el Dr. Guerrero en 1930, durante la Conferencia sobre la Codificación del Derecho Internacional en La Haya con el tema de la responsabilidad internacional. Para él, era fundamental separar el derecho interno del derecho internacional para evitar que se confundieran y, de esa forma, la responsabilidad internacional sólo podía surgir de un acto ilícito contrario al derecho internacional, cometido por un Estado en contra de otro y, por lo tanto, el daño causado a un extranjero no podía implicar responsabilidad internacional a menos que el Estado en el que residía hubiera violado un deber contraído por tratado con el Estado del que era nacional el extranjero, o un deber reconocido por el derecho consuetudinario de forma clara y definida.
Esta visión no gustó a los grandes países, pero el Dr. Guerrero era contrario a la idea de la extraterritorialidad de leyes nacionales porque, del punto de vista jurídico era ajeno a la naturaleza misma del derecho internacional, y, del punto de vista político, su práctica era solo era posible para los muy fuertes.
Exembajador de El Salvador en Francia y Colombia, exrepresentante del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en Argelia, Colombia, Tayikistán y Francia y exrepresentante adjunto del ACNUR en Turquía, Yibuti, Egipto y México. También fue jurado del premio literario Le Prix des Ambassadeurs en París, Francia.