Un factor clave para que el culto a Barrios tomara fuerza fue el trabajo de divulgación de su historia por publicistas e historiadores. Los primeros eran amigos suyos, hombres de prestigio y buen manejo de la pluma, que escribieron sobre su derrocamiento y su fusilamiento. Los más destacados fueron Lorenzo Montúfar y David Joaquín Guzmán, este último cuñado de Barrios. Más tarde se sumaron historiadores diletantes, admiradores del caudillo; por ejemplo, José Dolores Gámez, a inicios del siglo XX, y para la década de 1960, Emiliano Cortés e Ítalo López Vallecillos. Hasta el iconoclasta e irreverente Roque Dalton tuvo palabras de aprecio para el caudillo.
Montúfar, liberal radical de buena pluma y muy dado a las polémicas, tuvo larga amistad con Barrios. Crítico acérrimo de Carrera y del clero, emigró a El Salvador cuando Carrera ascendió al poder. Se radicó en El Salvador y dio clases de derecho en la Universidad. Tiempo después viajó a Costa Rica, en donde se casó. Cuando la guerra entre Guatemala y El Salvador parecía inevitable, Barrios lo nombró ministro, dándole la tarea de ir a Europa a “negociar un empréstito por cuenta de El Salvador”; pero su gestión no dio resultados (Montúfar, 1988, p. 234).
Montúfar estaba en Costa Rica cuando Barrios fue fusilado; allá llegó Luis Ansaldi, pariente de Barrios que lo acompañó al patíbulo. Ansaldi contó los hechos a Montúfar; éste escribió un relato sobre las últimas horas de Barrios que se volvió canónico. El relato tiene el formato de carta, pareciera escrita en San Salvador, el 1 de septiembre de 1865. No tiene emisor, ni destinario. Aparentemente fue publicado en Costa Rica el 15 de septiembre del mismo año. Es plausible pensar que el formato de carta, fue un artilugio de Montúfar para darle más realismo al relato:
“A las cuatro y media lo sacaron, no con una pequeña escolta como ellos dicen, porque tenían sobre las armas 1500 hombres… Se horroriza uno de lo que debe haber sufrido este hombre, yendo al panteón en la oscuridad de la noche, rodeado de enemigos, pasando por su barrio más querido, donde todos dormían e ignoraban lo que en aquellas horas sucedía… Llegado al lugar de la ejecución, abrazó al obispo, a González y a su cuñado Ansaldi. Mandó a hacer alto a la tropa que ya le apuntaba y con voz llena de autoridad preguntó a González: “¿Está usted ya satisfecho?” En seguida le dio la mano. “¡Juro ante Dios y los hombres que muero inocente!” (Montúfar, 1988, p. 338).
Montúfar destaca la indefensión de Barrios ante sus verdugos y la reiteración de su inocencia. Pero, el cuadro trágico incorpora un gesto caballeresco: Sacó su pañuelo, enjugó con él su frente y entregándoselo a Ansaldi “último recuerdo —exclamó— para mi pobre Adela”. Hecho esto, Barrios asume su trágico destino con singular hombría: “Mandó a la escolta a dar dos pasos a retaguardia y ordenó que le apuntasen al pecho. Bien por la oscuridad o por la poca destreza la primera descarga no hizo más que quebrarle las piernas. El General afianzó su espalda contra la pared y aguardó de este modo dos descargas más que la tropa aterrorizada hizo sin mejor resultado. Un tiro de gracia acabó con la existencia de este grande hombre de El Salvador” (Montúfar, 1988, p. 338)
El tono trágico del relato impulsa al lector a identificarse con el héroe que asume su destino, al cual lo condujeron su amor a la patria y la perfidia de sus enemigos. No es casual que dicho relato se reprodujera muchas veces en el marco de los homenajes a Barrios en la primera mitad del XX. El patrón es básicamente el mismo; las variantes introducidas dependen de las capacidades retóricas de quien daba el discurso.
Partiendo de Montúfar, otros historiadores “barristas” fueron agregando detalles más elaborados que pronto trasformaron la ejecución de Barrios en un martirio. Así, en 1913, José Dolores Gámez no dudó en escribir el siguiente texto: “Todo el barrio del Calvario se lanzó en masa al lugar de la ejecución, arrebató el cadáver y lo condujo en hombros al interior (de la capilla), clamando venganza y llorando a gritos”. A pesar de la violenta represión de los soldados, la muchedumbre “continuaba alrededor de aquellos despojos queridos, de los cuales recogía la sangre en algodones y pañuelos, para guardarlos cual reliquia venerada, al mismo tiempo que exigía que aquellos restos mortales fueran sepultados al pie del altar mayor de la iglesia de su barrio”. Este relato fue reproducido en la revista “Gerardo Barrios”, el 29 de agosto de 1930.
Gámez introduce una variante muy interesante. El pueblo no solo protestó contra la ejecución, sino que guardó la sangre del héroe como reliquia; al igual que aconteció con la despedida de Barrios, antes reseñada; el tema de las reliquias del héroe guardadas por sus seguidores se volvió una verdad, sin que mediara comprobación alguna. Por este rumbo, y con una significativa cuota de imaginación, siguió construyéndose el mito, al punto que, en 1910, al inaugurarse el monumento a Barrios, uno de los oradores terminó “santificando” al caudillo. Por enésima vez, aparece el tema del fusilamiento, pero Salvador Turcios habla de Barrios como “un nuevo Cristo que predica la Unión y la Concordia de los hombres, para conseguir la ansiada resurrección de la Patria Grande, y con su palabra profética y viril los conmueve y los anonada, cuando exclama: «Mi sombra os perseguirá y el pueblo salvadoreño me vengará algún día». El discurso fue reimpreso en 1928 por la revista “Gerardo Barrios”.
A partir de narrativas de ese tipo, Barrios fue convertido en figura cimera de la historia salvadoreña y en referente identitario para escolares, artesanos, militares, cafetaleros y otros grupos, no tanto por sus méritos — que seguramente los tuvo, pero que han sido magnificados en extremo —, sino por una serie de circunstancias favorables.
La admiración por el personaje ha llegado al punto de atribuirle acciones de las cuales definitivamente no hay pruebas fehacientes; por ejemplo, sus periplos por Europa, en los que se supone alternó con reyes y emperadores. Sin citar sus fuentes, un autor dice: “Barrios en su viaje por Europa en 1855 también tuvo contactos personales con personalidades intelectuales y de las noblezas de Inglaterra, Francia, Italia… ¡y hasta del imperio ruso!” (Rivera Bolaños, 2006). Cortés da como cierto el supuesto asilo que Barrios habría dado a Luis Napoleón Bonaparte, quien por azares del destino llego a San Miguel, donde Barrios lo colmó de atenciones. El único apoyo a su afirmación es el relato de “un ilustre historiador salvadoreño”, del que no da el nombre (Cortés, 1965, pp. 61-62). El mito de Barrios revela también la ligereza con que a veces se ha escrito la historia salvadoreña.
Cortés, E. (1965). Biografía del Capitán General Gerardo Barrios. San Salvador: Editorial Lea.
Montúfar, L. (1988). Memorias autobiográficas. San José, Costa Rica: Imprenta Lil.
Rivera Bolaños, A. (2006). La epopeya del gran coquimbo. Vida y obra de Gerardo Barrios. San Miguel, El Salvador: Universidad Gerardo Barrios.
Carlos Gregorio López Bernal/ Historiador, Universidad de El Salvador