Guanajuato es una tierra inmensamente rica en oro y plata. Alrededor del año 1,500, en pleno desarrollo de la colonia española en México, en una de sus andanzas, un arriero cuyo nombre no conservó la historia se detuvo para descansar y al hacer una fogata sobre una roca solo para descubrir que esta se había derretido. Era oro.
Al llegar con la noticia al pueblo, los españoles se dirigieron al lugar y empezaron a excavar una mina. Obvio, no ellos, pusieron a los indígenas a desarrollar tan ardua e ingrata labor. Ahí nació la mina La Valenciana, que tuve la oportunidad de conocer y recorrer.
La mina continúa abierta a la fecha y durante sus ya casi más de quinientos años de operación ha estado produciendo oro y plata en abundantes cantidades. Durante más de 250 años, produjo alrededor del 30% de la plata del mundo. La mina continúa operando hoy; sin embargo, la producción ha disminuido mucho, pero todavía se extrae una tonelada de roca cada seis minutos.
El primer Conde de Valenciana, Antonio de Obregón y Alcócer, hizo construir la iglesia de San Cayetano, también conocida como Iglesia de la Valenciana, a unos cuantos metros de la entrada de la mina y la decoró con láminas de oro proveniente de las abundantes utilidades que producía. Pero recorrer esa mina es adentrarse a un mundo de dolor.
Los primero “obreros” que trabajaron las minas eran simplemente mano de obra esclava indígena, que los españoles capturaban en los pueblos de las inmediaciones. Dado que lo que se necesitaban para entrar en los agujeros relativamente estrechos eran cuerpos delgados y bajos, de preferencia se utilizaban niños de doce años en adelante.
El trabajo era brutal y sin paga. Los obreros-esclavos, hombres y mujeres, pernoctaban juntos en galeras y se les alimentaba una vez al día. Para que no desfallecieran antes de tiempo, se les endrogaba con peyote (una planta alucinógena), para que pudieran trabajar sin parar jornadas de catorce horas continuas.
Las condiciones en los túneles eran dantescas. El proceso de extracción de la roca era rudo y primitivo: se hacían fogatas intensas adentro de los túneles, para luego bajar entre el humo y arrojar agua sobre la roca, el choque térmico hacía que la roca se quebrara para que fuera “más fácil” su extracción.
Los trabajadores-esclavos bajaban desnudos y descalzos, por gradas hechas de piedra con bordes afilados. Luego subían con setenta kilos de piedra en la espalda. La oscuridad era rota por antorchas de cebo de las que emanaban un humo negro y tóxico que a duras penas iluminaba el camino.
En esas condiciones no es de extrañar que los trabajadores-esclavos tuvieran una expectativa de vida de aproximadamente diez años. Difícilmente hubo alguien que supero los veinticinco años de vida. Todos ellos dejaron su vida en las terribles condiciones de las minas, muriendo en el completo anonimato; de hecho, ninguno de ellos recibió al final ni siquiera una sepultura, eran enterrados en fosas comunes.
Recorrí los primeros sesenta metros de la mina que se encuentran abiertos al público, vestido como todo un turista occidental: bien alimentado, cómodo y con zapatos apropiados para la faena. La “bocamina” (que es como se le llama a la entrada) ya ha sido adecuada para hacer un poco más amable el recorrido: pasamanos en las gradas para apoyarte y hacer menos penoso el descenso, los bordes de las gradas -antes angulosos y afilados- ya suavizados por los cientos de años de uso. La oscuridad propia de los túneles, cómodamente iluminada con bombillos eléctricos… pero aún con todo y esas “comodidades” resulta fácil apreciar que hace quinientos años, no era otra cosa más que la entrada a un infierno del que no salías con vida.
De ahí que fue un contraste caminar, luego de la experiencia en las minas, a la espectacular iglesia católica construida a escasos metros de ese lugar de pena y dolor, para apreciar esos bellísimos retablos bruñidos con plata y oro, precisamente obtenidos a costa de las vidas de miles de personas cuyo nombre ahora nadie recuerda y a nadie le importa.
Luego de quinientos años de la conquista, me parece inútil y sin sentido albergar resentimientos de un evento histórico que arroja luces y sombras en toda nuestra América Latina. Toda historia -de regiones, países y personas- está llena de bellezas, poemas y cicatrices, pero al haberme adentrado a esas minas y al haber “sentido” el dolor de quienes la excavaron, me hace quitarme el sombrero ante su esfuerzo y dedicar estas líneas a todos aquellos hombres y mujeres que con su dolor, trabajo y anonimato han forjado nuestra historia. ¡Gracias!
Abogado, Master en leyes/@MaxMojica