La familia real era una verdadera papa caliente en manos de los bolcheviques, más cuando a inicio de julio de 1918, Lenin fue informado del desembarco de tropas británicas, francesas y norteamericanas en Múrmansk, en el que sería al preludio de la intervención occidental en la brutal guerra civil entre los rojos bolcheviques y sus adversarios pro-monárquicos, los “rusos blancos”.
¿Qué hacer con el zar? Era una cuestión que se perfilaba de vida o muerte -nunca dicho de mejor forma- para la nueva Rusia que pretendía erigirse como un experimento de igualdad que se pretendía construir sobre las cenizas de la centenaria monarquía de los Romanov. La cuestión fue decidida: habría que matar a la familia real, sus familiares, sus servidores y los militares que le fueran leales. De forma confidencial, las ordenes fueran dadas por Lenin y Sverdlov, quienes se cuidaron de que no quedaran por escrito, seguros como estaban que este evento iba a ser sujeto al escrutinio de innumerables ojos en el futuro. Los cautivos, mantenidos por seguridad en diferentes lugares, empezaron a ser asesinados sin dilación ni piedad. El turno, inexorablemente, llegó a la familia real.
La madrugada del 17 de julio de 1918 hubiese parecido como otra cualquiera, salvo por que el revolucionario al mando de su cautiverio despertó a la familia y les ordenó vestirse con la excusa que “iban a ser trasladados a otra locación segura”. La zarina Alejandra y sus hijas tardaron un poco en vestirse, más que todo dado que los pliegues de su ropa interior estaban forrados con piedras preciosas que llevaban encima como “seguro de viaje” para cuando pudieran volver a la libertad y desarrollar su vida en occidente.
“Bueno, al fin nos vamos de este lugar”, expresó el Zar Nicolás II cuando atravesó el umbral del cuarto a donde se encuentran retenidos, mientras cargaba en brazos al zarevich Alexéi -que padecía de un caso grave de hemofilia-. La zarina Alejandra y sus hijas -Olga, Tatiana, María y Anastasia-, temerosas del repentino brillo asesino en los ojos de sus captores, seguían a su madre tomadas de la mano hasta otro cuarto, más amplio, ubicado en el mismo recinto. En él, únicamente había dos sillas, en ellas se sentaron la zarina y su hijo.
El escuadrón de la muerte bolchevique estaba conformado por Vasili Yákovlev, comisario y custodio de la familia imperial; Yákov Yurovski, miembro del soviet de los Urales; Grigori Nikulin, teniente del ejército rojo; y Piotr Yermakov, miembro de la checa, policía secreta bolchevique. Todos ellos parados con armas en la mano frente a los cautivos. Yurovski ordenó a los prisioneros que se pusieran de pie y leyó la sentencia: “en vista que vuestros parientes han seguido con su ofensiva contra la Rusia soviética, el Presídium del Soviet Regional de los Urales ha decidido condenarlos a muerte”.
El zar y los presentes únicamente alcanzaron a decir ¡Dios mío! una fracción de segundos antes de que las armas empezaran a tronar. El zar fue alcanzado por todos los atacantes, cuando repararon que los demás miembros de la familia real estaban prácticamente ilesos, reanudaron los disparos hasta asegurarse que toda la familia real y sus sirvientes estuvieron todos muertos. Ni siquiera su perrito faldero, “Jeremy”, logró escapar de la furia revolucionaria: fue matado a bayonetazos. Únicamente “Joy”, un King Charles spaniel mascota de Alexéi, logró escapar a la vorágine. Más tarde regresó en busca de su amo. Un guarda soviético lo escondió y adoptó, luego fue adquirido por un miembro de las fuerzas aliadas que lo llevó a Inglaterra a donde pasó el resto de su vida como mascota en el castillo de Windsor. Cosas de la vida…
“Informen a Sverdlov -quien cogobernaba junto a Lenin- que toda la familia sufrió la misma suerte que el cabeza de familia” decía el escueto telegrama informando sobre el magnicidio que los ejecutores enviaron al Kremlin. Sus cuerpos fueron quemados y tratados con ácido con la intención de que la verdad de lo ocurrido en esa aciaga madrugada nunca se supiera…pero en mayo de 1979, dos historiadores aficionados analizando dos fotos del lugar tomadas en su momento por los guardias, empezaron a excavar en los bosques de Kopitiaki encontrando algunos cráneos y huesos. Pero Rusia aún no estaba preparada para ese descubrimiento.
No fue hasta el 17 julio de 1998, octagésimo aniversario de los asesinatos, cuando Boris Yeltsin permitió que el mundo supiera la verdad. “Hemos guardado silencio mucho tiempo sobre ese crimen monstruoso”, declaró en una misa solemne frente a treinta parientes de los Romanov dispersos por el mundo que acudieron a la cita.
“Todos somos culpables…” concluyó diciendo… ¿o no es eso lo que somos cuando optamos por volver a otro lado cuando ocurren crímenes frente a nuestras narices? Todos somos culpables. El mundo acabó conociendo el crimen y sus hechores, Anastasia no gritó en vano.
Abogado, Master en leyes/@MaxMojica