Doña Lola era mi abuela. Era menudita, con pelo entrecano que nunca se volvió totalmente blanco. Ella era, además, un sinfín de cosas: telégrafo familiar, psicóloga, maestra de ortografía, dibujo y,sobre todo, del Carreño. A los niños, en aquellas épocas, se nos leía el Carreño a la hora de almuerzo. Aprendíamos cómo saludar, y como pararnos.
Aprendíamos a comer lo que nos daban, nos gustara o no, porque no había otro plato. Sobre todo, nos enseñaban a OBEDECER.
Doña Lola vivía con su mi tío, soltero, en una casa a orillas de donde ahora es la Jerusalén. Mi tío, a quien sólo superaba mi papá en mi adoración, trabajaba en el Ministerio de Salud. Muchas veces me llevaba a su oficina después de recogerme del colegio en su VW verde. Me encantaba ver los ratones blancos con los que mi tío trabajaba. A pesar que siempre le pedía uno, nunca me lo daba. Una gran decepción a mis cuatro años.
Se acercaba Navidad, y mi abuela se preparaba para sacar el Nacimiento y para hacer la salsa, un secreto de familia que sólo había compartido con la Juana. Ese año de 1975, decidió que ya podía ayudarla a ponerlo y acompañarla a comprar las especias para la salsa. A mis cuatro años, no cabía en mí de la emoción.
Bajamos en taxi al Mercado Central. Yo me sentía muy importante en el carro amarillo con asientos de cuero rojos. Nos acompañaba un enorme canasto, con una manta cuadriculada dentro. Una vez nos bajamos, mi abuela le entregó dos monedas de 25 centavos de colón a un niño llamado Miguel (una pequeña fortuna en aquellos años, cuando c2.50 equivalían a $1.00). Miguel tomó el canasto y lo balanceó sobre su cabeza. Yo sólo había visto a las mujeres grandes hacer eso. ¡Estaba impresionada!
Junto con Miguel entramos primero al pabellón de las verduras. Allí había canastos de canastos llenos de chiles, cebollas, elotes, aguacates indios… Doña María, de quien era cliente mi abuela, me cortó un poco de caña en pedacitos , para que la chupara. “Sea educada,“ me dijo mi abuela, mientras me extendía un pañuelo de papel para que escupiera la caña. Me quedé sentada entre los canastos, chupando mi caña, mientras doña María contaba los últimos chismes y escogía la verdura de la semana. Al terminar, dos pesadas bolsas de papel kraft llenas de tomates de cocina, de un rojo perfecto, fueron cuidadosamente colocadas en el canasto que balanceaba Miguel, junto con la compra de la semana.
“Y ahora, las especias”, me dijo mi abuela. El olor que provenía de canastos llenos de anís, ajonjolí, canela en lascas, vainilla en su vaina, pimienta en pequeñas bolitas, todo lo que se puedan imaginar, era exquisito. Aunque ya existía la mostaza preparada en el supermercado, mi abuela era purista. No pude evitar sentirme fascinada cuándo Doña Chita tomó las semillas de mostaza enteras, y las mezcló con agua, vinagre, jugo de limón, y vino de cocina en un mortero de piedra. Mientras lo revolvía todo, le añadió sal, especias y miel. Aquella pasta dorada se guardó en una olla que llevaba mi abuela. Luego serviría para aderezar el pavo.
Al salir, mi abuela me compró un chupete de colores como premio, y, junto con Miguel, caminamos en la fresca tarde de diciembre rumbo a la oficina de mi tío. En aquellos años, el centro era seguro, con pocos vehículos. Muchas aceras aún tenían diseños en el adoquín. Pero, aunque me gustaba patear el amarillo y saltarme el rojo, ese día caminé tan sería y digna como pude.
Al entrar al edificio de la oficina de mi tío, mi abuela le pagó a Miguel, le quitó el envoltorio plástico a mi chupete y me dejó sentada en una silla con instrucciones de no moverme, ni ensuciarme. Me di cuenta de que el chupete hacía de mi lengua un arcoíris, así que comencé a jugar de chupar y sacar la lengua lo más que podía. Y entonces fue cuando vi al mismísimo Baltasar. Iba caminando en el pasillo frente a mi, con una bata blanca. Era alto y tan moreno cómo en los nacimientos. ¿Cómo había llegado allí? Pero, pensé, si estaba Baltasar, deberían estar Melchor y Gaspar y todo, todito el nacimiento.
Así que comencé a seguir a Baltasar. Creo que le tomó sus buenos diez minutos darse cuenta. “NO”, me dijo en un acento raro. “NO, NO”. ¿Que no? Pues claro que iba a ir a ver el nacimiento. Baltasar caminaba y yo lo seguía. Al final, el sólo se reía y decía “NONONO”
Fue entonces que mi tío apareció, me cargó y empezó a hablar inglés con Baltasar (¡Baltasar hablaba inglés!). Yo era la sobrina favorita, así que mi tío oyó pacientemente toda mi fantástica historia. Mi abuela no estaba para nada convencida. Desapareció el chupete y fui llevada con poca pompa a casa, dónde mi nueva hermanita lloraba a todo pulmón y sólo mi papá (mi otro esclavo) escuchó como casi, casi veía el nacimiento.
Las abuelas todo lo perdonan, así que a los días me encontraba rodeada de musgo, ayudándole a mi abuela a poner el misterio, el cual no me gustaba del todo porque las figuras de los pastores eran mucho más pequeñas que la de los Magos y mucho más aún que las de José y María. En medio de eso, apareció mi tío ¡con el mismísimo Baltasar, y los otros dos reyes, vestidos con batas blancas, quienes me saludaron amablemente!
“Ya ves, Agüe“, le dije a mi abuela, “el nacimiento estaba en la oficina de mi tío”.
Años después, le puse patas y cola a la historia. Gaspar, Melchor y Baltasar eran médicos de la Universidad de Atlanta, que habían venido a trabajar en un proyecto. En aquellos años, un afroamericano era, aún, algo extraño de ver en el país. Mi tío, siempre buscando hacerme feliz, los invitó a su casa para que los viera juntos. Aún ahora, ya de adulta, siempre siento cierta nostalgia al poner a cada Baltasar de mis nacimientos. En esas figuritas están mi tío, mi abuela y aquellos tres hombres que le hicieron la Navidad a una niña.
La salsa del pavo sigue siendo un misterio, conocido sólo por la Juana.
Educadora.