El costo humano y material de la guerra fue terrible. En el primer párrafo su informe titulado De la locura a la esperanza: La guerra de 12 años en El Salvador, publicado en 1993, la Comisión de la Verdad dice: “Entre los años de 1980 y 1991, la República de El Salvador, en América Central, estuvo sumida en una guerra que hundió a la sociedad salvadoreña en la violencia, le dejó millares y millares de muertos, y la marcó con formas delincuenciales de espanto, hasta el 16 de enero de 1992, en que las voluntades reconciliadas firmaron la paz en el Castillo de Chapultepec, en México, e hicieron brillar de nuevo la luz, para pasar de la locura a la esperanza”.
En el segundo párrafo hace un resumen lo que fue la violencia que afectó, de diferentes maneras, a todos en el país: “La violencia fue una llamarada que avanzó por los campos de El Salvador; invadió las aldeas; copó los caminos; destruyó carreteras y puentes; arrasó las fuentes de energía y las redes transmisoras; llegó a las ciudades; penetró en las familias, en los recintos sagrados y en los centros educativos; golpeó a la justicia y a la administración pública la llenó de víctimas; señaló como enemigo a quienquiera no aparecía en la lista de amigos. La violencia todo lo convertía en destrucción y muerte, porque tales son los despropósitos de aquella ruptura de la plenitud tranquila que acompaña el imperio de la ley. Y porque la esencialidad de la violencia es la modificación, abrupta o paulatina, de la certidumbre que la norma crea en el ser humano, cuando esa modificación no se produce a través de los mecanismos del estado de derecho. Las víctimas eran salvadoreños y extranjeros de todas las procedencias y de todas las condiciones sociales y económicas, ya que la violencia iguala en el desamparo ciego de su crueldad”.
Las cifras del número de víctimas son muy dicientes: 75,000 muertos; 8,000 desaparecidos; 500,000 desplazados internos; entre 1,016,000 y 1,518,040 personas obligadas a huir hacia Guatemala, Honduras, Nicaragua, México y los Estados Unidos, sin contar los otros miles en Costa Rica, Panamá, Belice, Canadá, Europa y Australia, así como innumerables víctimas de desaparición forzada, torturas, delitos sexuales, reclutamiento forzado, ejecuciones extrajudiciales y ajusticiamientos, secuestros y ejecución de rehenes, entre tantas otras formas de manifestar la total deshumanización que hizo descender a la primitiva barbarie.
A todo esto hay que añadir el impacto sicológico en la población. En su escrito The Health Costs of War: Can they be Measured? Lessons from El Salvador (Los costos sanitarios de la guerra: ¿se pueden medir? Lecciones de El Salvador, publicado en el año 2000), Antonio Ugalde, Ernesto Selva-Sutter, Ernesto Castillo, Carolina Paz y Sergio Cañas, incluyen un estudio realizado en tres ciudades: una en la que la guerra fue grave, una en la que fue menos grave y una tercera en que no hubo guerra. La conclusión del estudio es que “el malestar psicosocial era generalizado”. La intensidad y el número de problemas fueron mayores en la comunidad que había estado más expuesta a la guerra, pero los miembros de la comunidad que no habían estado directamente expuestos también manifestaron altos niveles de problemas de salud mental relacionados con la guerra tres años después de terminada. Así, en las tres ciudades muchas personas padecían ansiedad, depresión, alteraciones del sueño, tendencias suicidas, temblores, mareos, miedos y episodios de analepsis, síntomas somáticos derivados del estrés, migrañas, náuseas, dolores de cabeza, dolores de espalda, problemas estomacales, violencia doméstica y callejera, alcoholismo y drogadicción,
Además, el impacto en la atención médica fue importante, pues el presupuesto de la salud se redujo en casi 50%, y todos los usuarios y proveedores señalaban que la calidad de la atención se había afectado negativamente. Una indicación de este deterioro fue que la mortalidad neonatal aumentó de 20/1000 en el período 1983 – 1988 a 23/1000 en el período 1988 – 1993. Ahora bien, la mortalidad infantil se redujo, y esto, vale recordar, en buena parte gracias a los ceses al fuego que promovió el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), para realizar campañas de vacunación en el marco de la aplicación de su concepto de los “niños como territorios de paz”.
En relación con el costo económico y social de la guerra, el estudio de Humberto López titulado The Economic and Social Costs of Armed Conflict in El Salvador (El impacto económico y social del conflicto armado en El Salvador), que publicó el Banco Mundial en 2003, es decir, once años después de terminada la guerra, concluye que si no hubiera habido guerra el ingreso per cápita del país en el año 2000 hubiera podido ser al menos un 75% mayor, la pobreza hubiera podido disminuir 15 puntos porcentuales, la desnutrición infantil se hubiera podido reducir a la mitad y haber llegado al 6%, y la mortalidad infantil se hubiera podido reducir de un cuarto.
Ese estudio también concluye que sin guerra los indicadores educativos hubieran sido significativamente mejores, especialmente a nivel de la educación secundaria y terciaria, pues las inscripciones, de 35 y 18 por ciento, respectivamente, podrían haber sido 6 y 10 puntos porcentuales más altas, y la cobertura de la infraestructura pública podría haber sido 40% superior. El estudio también indica que el valor de la reposición de la infraestructura dañada o destruida se había estimado en 1,600 millones de dólares, una cifra muy significativa cuando se recuerda que el producto interno bruto del país en 1990 era de 5,000 millones de dólares.
Otros estudios, como el Stefano Costalli, Luigi Moretti y Constantino Pischedda, titulado The Economic Costs of Civil War: Synthetic Counterfactual Evidence and the Effects of Ethnic Fractionalization, algo así como los costos económicos de la guerra civil, la evidencia contra fáctica sintética y los efectos de la fraccionalización étnica, publicado en 2014, estiman que el impacto de la guerra en la economía fue de una reducción del 21.522% del producto interno bruto per cápita.
Por su parte, en el estudio titulado The UN’s Role in Nation-Building: From Congo to Iraq, (El papel de la ONU en la construcción de naciones: del Congo a Iraq, publicado en 2005), James Dobbins, Seth G. Jones, Keith Crane, Andrew Rathmell, Brett Steele, Richard Teltschick y Anga Timilsina recuerdan que al final de la guerra, de acuerdo con el Ministerio de Planificación, se habían destruido 1,500 millones de dólares en infraestructura y que se habían gastado 1,600 millones en remplazarla. Añade que en el ejército se invirtieron recursos que de otro modo se hubieran utilizado para inversiones y programas sociales y el producto interno bruto que había crecido a un promedio de 4.3% antes de la guerra, disminuyó a una tasa anual de 1.4% entre 1978 y 1990.
Asimismo, señalan que el ingreso per cápita cayó más del 15% entre 1981 y 1990, que el porcentaje de la población que vivía en la pobreza aumentó de 51% a 56% en 1990, con la población rural la más afectada, y que el país se ubicó en el puesto 110 de 173 países en el índice de desarrollo humano de las Naciones Unidas. Así las cosas, El Salvador salió de la guerra dependiendo, en gran medida, de la asistencia internacional. Durante la década de los años 80 recibió aproximadamente 7,3000 millones de dólares en ayuda estadounidense, y unos 315 millones de dólares en asistencia para el desarrollo e inversión extranjera directa de Europa, Canadá y Japón. En conclusión, durante ese período, la asistencia externa y las remesas de los salvadoreños en el exterior superaron el valor de las exportaciones.
Terrible costo humano y material, indecible dolor y sufrimiento, así fue la guerra en El Salvador. Sergio Vieira de Mello fue un diplomático brasileño que hizo su carrera en el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), y en el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OACDH). Fue un refinado señor de vasta cultura, gran sentido de la diplomacia y gran don de gentes. Entendía el mundo y buscaba incansablemente soluciones a sus problemas. Una vez, durante una visita que hizo a El Salvador en época de la guerra, me llamó para charlar y recuerdo que me dijo: hoy me he reunido con personas de todos los bandos, todos sumamente sensatos y razonables, así que no entiendo cómo han llegado a una guerra en este país.
En ese momento me pregunté si tal vez ese podía ser un rasgo del carácter salvadoreño: sumamente sensatos y razonables a nivel individual y en privado, pero muy diferentes en grupos y en público. Sea como fuere, Sergio Vieira de Mello murió en Bagdad el 19 de agosto de 2003, bajo los escombros de una bomba que puso el grupo terrorista Al Qaeda frente al Hotel Canal donde se encontraba la sede de las Naciones Unidas en Irak. Está enterrado en el Cimetière des Rois (Cementerio de los Reyes), en Ginebra, Suiza, nada lejos del grande de las letras argentinas Jorge Luis Borges.
Exembajador de El Salvador en Francia y Colombia, exrepresentante del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en Argelia, Colombia, Tayikistán y Francia y exrepresentante adjunto del ACNUR en Turquía, Yibuti, Egipto y México. También fue jurado del premio literario Le Prix des Ambassadeurs en París, Francia.