“Un alarido proveniente de un par de camas más allá, hace volver la cabeza al soldado que visitaba a su compañero en el hospital de campaña que la intendencia militar había instalado para la atención de los heridos. El sufriente era un hombre joven que se revolvía semidesnudo en su jergón, amarrado boca arriba por correas que le traban los brazos y piernas. Arquea el cuerpo con extrema violencia, rechinando los dientes, apretados los puños, con todos los músculos en tensión, desorbitados los ojos y emitiendo gritos, secos y cortos de extrema furia. Lo curioso es que, aparentemente al menos, a nadie del hospital le parece importar su sufrimiento, quizás porque se trata de un soldado raso, herido hace siete meses en la batalla de defensa de Madrid.
Tiene en la cabeza una bala francesa que no hay manera de sacarle, lo que le provoca, de cuando en cuando, espasmos y convulsiones tremendas. Ni sana ni se muere, se limita a estar ahí, con un pie en la vida y otro en las tinieblas. Por misericordia, hay otros que han hablado de asfixiarlo con la almohada durante la noche, pero nadie se atreve, al fin de cuentas es uno más de ellos, un hermano de armas.
Las condiciones del hospital hacen que se le tuerza el gesto al visitante. Hace poco, y derivado de la información dada por un médico a un periódico, se supo que varios de los soldados heridos morían por falta de atención, medicinas y comida, ya que los dineros públicos destinados a tales menesteres eran malversados por los funcionarios encargados de su administración. La reacción inicial del ministro de la Real Hacienda, responsable del hospital, fue denunciar al periódico por brindar al público información maliciosa, pero dado que las malas condiciones eran tan evidentes, el Gobierno Real creó comisiones de investigación, mientras diputados asambleístas se dieron un par de vueltas por las instalaciones para constatar las supuestas mejoras. Algo mejoró, pero la miseria humana continuó reinando en el lugar.
El visitante miró a su alrededor: hombres postrados con mirada perdida o precariamente sosteniéndose sobre bastones y muletas, moviéndose de aquí para allá, como espectros sin pasado ni futuro, solo un triste presente que acarrean sobre sus hombros como una carga insoportable. Viéndolos a ellos, el soldado se pregunta ¿a dónde se fue el significado de “héroe” y “gloria” con que las autoridades engañan y abusan de jóvenes ingenuos para que se enrolen en la Armada? Jóvenes a la orden de generales ineptos y venales que mal dirigen a sus batallones, utilizándolos como carne de cañón para que acaben así, postrados, no muertos, pero tampoco vivos.
Esos hombres son como él: soldados que en otro tiempo pelearon por su rey y por su patria y, por ello, fueron probados por el hierro. Ahora únicamente poseen como moneda común el dolor y el sufrimiento. Fueron reducidos a cuerpos macilentos de ojos hundidos, expresiones febriles, pieles apergaminadas, extremidades perdidas y rostros pálidos que anticipan su muerte… mientras su patria los ha abandonado a su suerte como si nunca los hubiese llamado a su defensa, como si nunca los hubiese conocido”.
He tomado este fragmento de la obra “El Asedio” de Arturo Pérez-Reverte (Santillana Ediciones, 2010), ya que me trajo a la mente la situación de los veteranos de guerra y demás desmovilizados en El Salvador. Desde la firma de los Acuerdos de Paz que pusieron fin al conflicto armado, nuestro país está en deuda con estas personas quienes sangraron y sufrieron en una guerra de la que ahora parece que, tanto las autoridades como los jóvenes, quieren desentenderse y borrar de la historia de nuestro país.
Pero la realidad es que les debemos. Muchos de ellos no eran más que críos cuando fueron reclutados forzosamente o indoctrinados para dejar sueños, familias y estudios, para “luchar por El Salvador”. Jóvenes, incluso niños, la mayoría de ellos humildes obreros o campesinos, a quienes forzosamente se les entregaron armas para que se mataran mutuamente por consignas impuestas que ahora a nadie le hacen mucho sentido.
Esas personas heridas y mutiladas, con sueños rotos bajo la metralla, ahora son tratados por las autoridades, de todas las tendencias políticas, como un estorbo para nuestra sociedad; como una carga demasiado pesada para un erario más preocupado en concursos de belleza y luces led, que en atender las necesidades de los veteranos y de otros segmentos sociales pobres y marginados ¿A quién le importa un montón de viejos chochones que pelearon una guerra de hace cuarenta años de la que nadie quiere hablar?
Pelear por el rey y la patria es algo que nos debería llenar de “gloria”, lástima que en la práctica y en la realidad, tanto el rey como la patria sean personajes tan ingratos.
Abogado, Master en leyes/@MaxMojica