Al entrar la década de los Ochenta, se pusieron de moda dos cosas: las bombas y los patines. Las bombas ya eran el pan nuestro de cada día (es más, sabíamos que hacer si una explotaba cerca). Si estabas en la escuela, te metías bajo el escritorio. Si estabas en el carro, te escondías debajo de los asientos. Si estabas en la calle, te escondías detrás del objeto sólido más cercano.
Pero los salvadoreños éramos resilientes a niveles increíbles (y digo “éramos” porque no reconozco esa resilencia en las generaciones posteriores). Una vez se nos enseñó como protegernos de las bombas, la vida siguió. Y eso incluyó la moda de los patines.
Como toda pre adolescente, yo quería ser igual que todos, y eso incluía los patines. Habían salido al mercado los patines de bota blanca y rueda de uretano. Tenían también un freno del mismo material. Era la época de la música disco y películas cómo Roller Boogie y Xanadú. Mi mamá decidió que las ruedas de uretano no eran seguras, así que me compró unos patines de hierro.
“¡Son horribles!”, grité llorando, “todos se van a burlar de mí”.
“Son más seguros, los otros no los vas a poder manejar. Y deja de llorar porque te los quito”.
Así que, como buena hija de los 80, salía a patinar con mis horribles patines de hierro. A los dos meses, se trabó la rueda en una rajadura de la acera y me disloqué el codo.
“¿Sabe, señora?”, le dijo el médico a mi madre, “son más seguros estos nuevos con ruedas de uretano”. No pude evitar sonreír.
Pero era la guerra, y cosas como los patines eran caros. Hace tiempo que el c1.00 por $2.50. había desaparecido de facto. Uno sólo podía sacar $400 del banco con mil papeleos. Todo lo demás se compraba en el mercado negro a precios astronómicos (ciertas comidas, golosinas, ropa, medicinas, cosas que no entraban al país). Yo sabía que esos patines de bota blanca estaban en muy, muy lejos de venir a mí.
Mi tío fue de los que se fueron en la primera ola de la diáspora, una pérdida tremenda para mi. Se encargó de mandarme unos ajustables con ruedas de uretano. Él estaba comenzando su vida en California y, a los años, veo el esfuerzo que hizo por la niña que no podía mimar.Con esos patinaba mejor, pero los odiaba. Cuando íbamos a patinar a cualquiera de las pistas -El Correpatín, las Beethoven y Copacabana (dentro del Hotel Sheraton) me veían raro.
Pero, esa Navidad aparecieron dos hadas madrinas. Me hice amiga de Marie. Ella era hija de padre salvadoreño y madre estadounidense. Marie y su mamá me hacían sentir especial: me prestaba patines de bota, y no sólo eso, muchas veces me pagaban mi entrada al Copacabana, que era LA pista. Marie era buena patinadora, era bonita, popular. Nunca entendí por qué quiso ser mi amiga. Digamos que en esos años, yo estaba bastante abajo de la escala de popularidad social. El ir con ella al Hotel Sheraton y dar vueltas en la pista llena de lucecitas blancas y risas es aún uno de mis recuerdos favoritos de todos los tiempos.
Mi padre estaba intentando levantar su negocio en medio de la guerra; ya que habían puesto una bomba donde el era gerente y el dueño se había ido del país. Lo veía a veces sólo por ratitos y a veces (angustiosamente) lo oía llegar cinco minutos después del toque de queda. Mi mamá trabajaba y, cuando mi abuela estaba en Estados Unidos, le tocaba lidiar con tres niñas ella sola. A veces, escapar donde Marie era un alivio. De escondidas (porque en esos años uno no sólo tomaba el teléfono), llamaba a la casa de Marie. Sabía que Marie mamá me iba a contestar y decirme “Come over” (Venite)
Una semana antes de Navidad, mi mamá se dio cuenta. Me colgó el teléfono. (”¿Que no te da pena?”). Llamó a la mamá de Marie y se disculpó y se me prohibió ir a menos que Marie me invitara. Pero como les dije, Marie era popular. Tenía lista de espera. A mamá al final le saltó el corazón de madre y me llevó a patinar con mi prima y con otras amigas al Copacabana. Yo le agradecí desde el fondo de mi corazón pero…bueno, no era con Marie y su mamá.
La mañana de Navidad había, entre los regalos de libros y ropa, una caja pesada. Los abrí y ¡eran mis patines de bota! Blancos, impecables, con sus ruedas de uretano. No podía dejar de abrazar a mis padres. Mi mamá me dijo que para mi cumpleaños podía invitar a tres personas a patinar al Copacabana.
“¿Puedo invitar a Marie?”
Nunca pude, porque dos semanas después de Navidad, mataron a Rodolfo Viera, Director para el Instituto de Transformación Agraria y a dos norteamericanos del AFL-CIO que estaban con él. Copacabana cerró, pues la gente dejó de ir. Mis patines fueron usaron para dar vueltas y vueltas en la cochera de mi casa o en la de mi amiga, Julia. Juegos de niños,entre muros, en medio de una guerra.
Todavía tengo contacto con Marie y su madre, y siempre me siguen llenando el corazón. En cuanto a mis patines, los guardé pelados por dentro y por fuera por años. Sé que fueron un regalo dado con mil sacrificios en un momento duro para mis padres. Aún a pesar de todo,esa Navidad fue mágica llena de lucecitas, risas y personas que se dieron para hacer feliz a una niña.
Educadora.