Con esto del progreso, en la conciencia colectiva hay siempre dos ideas presentes. La primera sería la de los nostálgicos, para quienes “todo tiempo pasado fue mejor”; y la segunda, la de los optimistas, que piensan “que lo mejor está por llegar”. Lo cierto es que cada generación espera lo mejor para sus hijos, y quizá por esto el convencimiento de que avanzamos se sobrepone al de quienes piensan que retrocedemos.
¿Avanzamos o retrocedemos? Para responder a esa pregunta parece necesario que nos pongamos de acuerdo en qué significa “avanzar”.
Históricamente, ha habido quienes entendieron el progreso como el aumento del conocimiento y el dominio de la técnica; otros como la expansión de la libertad individual y el desaparecimiento de las tiranías; hay quienes piensan en el crecimiento meramente económico y otros como el establecimiento de una sociedad compuesta por “hombres nuevos”, mediante el ejercicio de la tiranía política.
Consecuentemente, la respuesta a si avanzamos o no vendría de constatar si lo que cada uno se imaginaba como progreso se ha alcanzado. Quizá por eso una sociedad occidental que cifró el éxito en la desaparición de las tiranías, que se entusiasmó desmesuradamente con la caída de la Cortina de Hierro, por ejemplo, en el mundo actual, en el que las tiranías políticas no desaparecen, y -además- han aparecido los totalitarismos mediáticos y un mainstream de pensamiento único verdaderamente despótico, tienen mucha razón al pensar que estamos retrocediendo.
A la vista de esto hay quienes sostienen que lo único que avanza en nuestras sociedades es el pesimismo. Como por ejemplo los profetas del cambio climático, los del aumento de la desigualdad económica en los países desarrollados, las guerras empujadas por los traficantes de armas, etc.
También hay quienes cifran el retroceso de la humanidad no tanto en esos grandes temas, sino en otros más “caseros”, es decir, más próximos al hombre y a la mujer de a pie. Concretamente, se fijan en la estresante y exigente forma actual de trabajar, basada en un culto a la eficacia que hace la vida invivible; en la instalación de las tecnologías digitales en medio de la intimidad de las familias, que liquida la comunicación entre las personas más cercanas; una mentalidad de novedad que hace que se descarte todo (incluidos a los ancianos “improductivos” económicamente y a las personas más vulnerables) lo que no sirve para algo… una obsesión por la rentabilidad inmediata no solo del dinero, sino de los esfuerzos personales, etc.
Como sea, ese panorama sombrío y el pesimismo rampante, provoca que haya pensadores, estadistas, personas de criterio, que no se conforman y que con su acción y su discurso arrojan luces sobre el futuro.
Un analista identifica cuatro cursos de acción que deberían estar en la mira de quienes -de verdad- manejan los hilos del mundo: desde políticos a empresarios, pasando por “influencers” y millonarios.
El primero sería considerar seriamente, principalmente en los países menos industrializados, un crecimiento económico “verde”, desacoplando el aumento del PIB de cada país con el uso -y abuso- de los recursos naturales. El segundo podría anunciarse con el conocido “menos es más”, que podría resumirse por promover una filosofía de vida que cambie la aspiración de consumir por la de una vida con más sentido; el tercero sería equilibrar el tiempo que empleamos para producir con el que dedicamos a la familia; el cuarto vendría a ser el uso inteligente de la tecnología, de modo que podamos trabajar de otra manera: poniendo la tecnología al servicio de la persona, y no al revés.
En resumen, avanzaríamos de verdad cuando el pivote de la cultura sea la persona, cuando el ideal del “sistema” no sea la mera productividad, o que se tengan más beneficios, sino que cada vez más personas -todas- vivan mejor, porque cada uno alcanza sus metas y sus relaciones con los demás son verdaderamente humanas.
Ingeniero/@carlosmayorare