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CASA TOMADA/La Pérdida de la Libertad y la Dignidad

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Por Manuel Hinds
Máster Economía Northwestern

Stephen King escribió una vez que la ficción—un cuento o una novela—es la verdad adentro de la mentira. Yo diría que eso es lo que hace buena una ficción. La ficción puede ser mentira pero lo que cuenta es una verdad. Esa es la fuente de las obras maestras.

En realidad, la ficción puede ser más fiel que la historia para trasladar una realidad a un lector si el autor es capaz de disparar las reacciones emocionales que acompañan lo que está narrando. Así, por ejemplo, la descripción de Tolstoi de la batalla de Borodino en “La Guerra y la Paz” es mejor que la de cualquier historiador porque además de la exactitud de los hechos Tolstoi involucra al lector en las emociones de la batalla, como si hubiera estado allí.

Otros autores ni siquiera persiguen los hechos del tema que describen sino solo el ritmo emocional que lo caracteriza. Ese es el caso de un cuento de Julio Cortázar que se llama “Casa Tomada”. Lo escribió en 1946.

“Casa Tomada” es sobre un narrador y su hermana, Irene, que viven tranquilamente en la enorme casa de los abuelos, él leyendo sus libros, ella tejiendo ropas para el invierno. Los dos tienen la vida asegurada por un dinero que les entra de una estancia, y pasan la mayor parte del día cada uno en su dormitorio. Después de describir la serenidad de su rutina diaria, el narrador cuenta cómo la acción comenzó una noche.

<Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió́ poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes que fuera demasiado tarde, la cerré́ de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí́ el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté́ la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

—Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

—¿Estás seguro?

Asentí́.

—Entonces —dijo recogiendo las agujas— tendremos que vivir en este lado.>

La narración parece apartarse de la realidad en este momento o que el narrador está ocultando algo. ¿Cómo fue que él entendió que los ruidos y las voces eran evidencia de que alguien, o más bien algunos, se había tomado una parte de la casa? ¿Y por qué si eso estaba pasando, lo tomó con tanta tranquilidad como para calentar la pavita y preparar el mate antes de ir a contarle a su hermana? ¿Y por qué la hermana lo toma con tanta conformidad y dice que ahora tendrán que vivir en este lado, sin expresar rabia, ni cólera, ni miedo, ni siquiera el deseo de recuperar lo perdido?

El narrador explica que la parte perdida les hizo falta, que esa falta no era solo por el espacio, sino que también habían dejado en la parte tomada muchas cosas que querían.

<Con frecuencia (pero esto solamente sucedió́ los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

—No está aquí́.>

Pero el narrador añade que luego encontraron hasta ventajas en haber perdido parte de la casa.

<Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró́ a ir conmigo a la cocina para ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien y se decidió́ esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resulta molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió́ para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

—Fíjate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadrito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.>

Una noche los dos hermanos estaban preparando su mate cuando oyeron otra vez los ruidos.

< Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo, casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte, pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré́ de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

—Han tomado esta parte —dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó́ el tejido sin mirarlo.

—¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? —le pregunté inútilmente.

—No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.>

En ese momento los dos hermanos realizan que están en peligro inminente. Ya no tienen a donde correr. El narrador entonces alcanza el final de la historia.

<Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así́ a la calle. Antes de alejarnos tuve lastima, cerré́ bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.>

Lo que más impacta en este cuento es la tranquilidad con la que los personajes toman las cosas que van perdiendo, hasta el último momento.

Parece un cuento surreal, uno de esos que no tienen sentido, que sólo han sido escritos para entretener a los lectores. Pero hay una verdad adentro de esa ficción. Es la verdad de cómo se pierden las democracias.

Después de que parecía que todo el mundo se haría democrático a fines del siglo pasado, las tiranías se están volviendo cada vez más frecuentes. La manera en la que se instalan es diferente a las de antaño.

Hubo una época en la que se instalaban siempre a través de golpes de estado o, en el caso de los reyes absolutistas, por herencia del así llamado derecho divino de los reyes. Últimamente, todos obtienen el poder democráticamente, y luego usan éste para subvertir las instituciones democráticas para instalarse para siempre. El procedimiento que todos usan es el mismo. Se adueñan de los tres poderes del estado, destruyen toda fuente de oposición por cualquier medio, y cambian la constitución o la violan para enraizarse para siempre. En todo este proceso y luego en sus interminables años en el poder ellos insisten en mantener la patraña de que todo lo que hacen es constitucional y legítimo.

Así como los tiranos usan siempre el mismo protocolo, las sociedades bajo su ataque también reaccionan de la misma forma. Ven que un presidente electo democráticamente está cometiendo hechos tiránicos o que llevan a una tiranía, pero se imaginan que no van a pasar de allí, se adaptan y encuentran mil explicaciones para justificarlos. O los ignoran. Se dicen que ellos no se meten en política. Tienen sus tejidos y sus estampillas. Cada vez menos, pero los tienen. Y se convencen de que lo que van perdiendo—la libertad, la dignidad, su propio pasado—es algo abstracto. Lo esencial, el dormitorio, las cositas, están siempre allí, aunque saben que los rapaces que ya tomaron los otros cuartos se los envidian y quieren quitárselos. Como han aprendido a no pensar, quizás hasta creen que no se atreverán a quitárselos.

Este teatro se repite varias veces. Un día despiertan y encuentran que la tiranía se ha establecido completamente y que ya no pueden hacer nada para evitarla. Entonces dicen, “Nadie podría haber predicho lo que ha pasado”.

Esto pasa en país tras país pero ninguno aprende de la experiencia de los anteriores. El tirano siempre va más allá de lo que la gente piensa que irá. Esta capacidad de corroer las instituciones democráticas continuamente pero sin pasar la línea de lo inaceptable lo mismo que extender la línea más allá en cada ocasión hasta que la democracia colapsa son claves en la construcción de la tiranía. Aprenden a ocuparse de otras cosas.

La gente nota sus pérdidas pero se después de un tiempo piensa que puede vivir sin esa parte de la casa y asumen que el tirano hasta allí llegará. Pero el tirano siempre sigue. Lo quiere todo. Y cada vez que se toma una parte más, la gente se amolda, piensa que hasta allí llegará, y que, al fin y al cabo, si ellos se dedican a sus tejidos y estampillas la pasarán bien, quizás hasta mejor que antes.

Así se van perdiendo las democracias en este mundo. Así se ha perdido en Venezuela, en Nicaragua, en El Salvador, así se va perdiendo en muchos otros, como México, Brasil, Estados Unidos, varios países en Europa…Un día invaden con armas la sede del poder legislativo, otro día politizan la Corte Suprema de Justicia, otro día borran la historia del país, los próceres son denostados, sus estatuas desaparecen, las raíces van desapareciendo, el tirano dice que la historia ha comenzado con él…y otro día, la gente realiza que todo ha sido tomado, que no les queda nada, que lo que ha quedado no se lo desean ni a un criminal.

Así, cuando alguien quiera saber cómo se perdió la democracia en el mundo, no necesita leer un recuento detallado de los eventos en cada país, algún libro erudito llamado “Patria Tomada”; sólo tiene que leer “Casa Tomada” de Julio Cortázar…y entender.

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Manuel Hinds es miembro del Instituto de Economía Aplicada, Salud Global y Estudio de la Empresa Comercial de la Universidad Johns Hopkins. Compartió el Premio Hayek 2010 del Manhattan Institute. Es autor de cuatro libros, el último de los cuales es En defensa de la democracia liberal: lo que tenemos que hacer para sanar una América dividida. Su sitio web es manuelhinds.com

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Filosofía Lucha Contra La Corrupción Opinión

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