¿Qué más pedir al inmenso desierto? -se preguntó el hombre esfinge. ¿Acaso los astros luminosos del profundo akasha? La vida tal vez no podría pedir, porque ya había olvidado la vida. Recordemos que era un ser que había olvidado todo. Su mismo origen, su mismo destino. La feroz quimera del desierto había devorado su memoria en vez de su carne seca y sus huesos de calcio. Después de matarlo la vida, había muerto tantas veces que se le denegó el privilegio de morir, nuevamente. Había olvidado morir, como la esfinge. Era otro engendro de la eternidad, como las asesinas cantoras del solitario samsara. Comía serpientes y ratas del erial. Calmaba su sed con cactus frescos, frutos y raíces. También se alimentaba de inciertos y desconcertantes deseos e ilusiones. Un día se encontró con la flor del desierto. Aquella que surge en el agreste y despoblado páramo. Sin que nadie la vanaglorie ni alabe su belleza o le otorgue premios, como suele acostumbrar la gente de las ciudades de ceniza y vanidad. Su perfume exótico, su belleza radiante, su pureza, se vuelve eterno en la fugacidad del samsara. Así aprendió Kania la verdad de aquella flor hermosa y extraña. El fin de su vida era florecer a solas, como en el hombre es amar. (XVIII) <de “La Esfinge Desnuda” -C.B.>
La flor del desolado erial
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