Pese a tener el manantial ante él, el personaje de nuestra historia siguió sintiendo sed. Entonces miró al cielo con desesperación. Mas -luego de ver hacia su propio corazón- comprendió que el agua que buscaba era otra: La fuente maravillosa de su ser interior. Las pasiones son como el agua, que pueden calmar la sed, pero no la sed del espíritu. Al igual que las pasiones hay aguas malas y buenas; limpias e impuras y otras que no sacian la sed espiritual. Al nacer en el desierto de la vida ya venimos sedientos: de leche, agua, amor y felicidad. Lo malo es que en este desmedido deseo, llegamos a abrevar de las fuentes magras del dolor. El mismo que llega a convertirse en una necesidad dentro en la metamorfosis de trascender y llegar a ser más que un “cuerpo viviente”. El que sienta la vida y la divinidad dentro de sí, siendo parte del mismo universo. El hombre moderno vuelve a sentir la antigua sed de su estirpe. Y busca el manantial más no el agua; y busca el agua más no el manantial. Es como el hombre que -perdido en un desierto- logró al fin llegar hasta una fuente, queriendo inútilmente saciar su antigua sed. Fue así que -pese a tener la fresca vertiente frente a él- siguió sintiendo sed. Entonces -tocando su corazón- miró hacia el cielo y comprendió que el agua que buscaba era otra. La del manantial interior.
La fuente que colma la eterna sed
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