“El triste precio de mi felicidad fue siempre decir adiós” –confesó el espantajo al Amor. Espantapájaros confundía a cualquier mujer que apareciera en los sembrados, creyendo que era la amada ausente. Al punto que -en medio de su chifladura- empezó a imaginarla en otros rostros. “Has vuelto amada mía” –decía a las jornaleras bonitas. Pero nadie entendía el lenguaje del muñeco de mimbre. “No esperes a la aldeana que añoras” –le aconsejaron las calandrias. “Es triste decirlo, pero sólo era parte de tu dulce locura. Como esa de que una hermosa doncella pueda llegar a amar a un espantapájaros, que sería como amar un espejismo.” Producto de la alucinación, el romance del espantador de imposibles volvería a desaparecer de la llanura cuando alumbrara el día. Compadecido del fulano, el dios del Amor le devolvería por última vez el paraíso, por el hecho de haber amado como ningún espantajo en el mundo. Además de amar a los pájaros del imposible, había amado al divino soñar del escampado. Después su adorada aldeana reapareció en las eras, como surgen del aire los sueños de un mago. “Es mejor olvidar nuestro romance”, le dijo la visión. “No quiero volver a perder mi aurora. Tarde o temprano volveríamos a decirnos adiós y yo a morir como las ilusiones. Debemos aceptar que lo nuestro es un absurdo. Una de tantas fábulas perdidas de la felicidad…”. En fin, en el reino del feliz imposible decir adiós era el alto precio de su acariciada utopía. (IL) De: “La Vida es Cuento” © C. Balaguer
Decir adiós: triste precio de la felicidad
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