Más de lo que nos llevamos de la vida es lo dulce y humano que dejamos en el sendero. Nos viene a la mente un tierno y viejo cantar que dice a la letra: “Esta casa la compro sin fortuna/ Esta casa la compro con amor/ Pá que jueguen mis hijos con la luna/ Pá que jueguen mis hijos con el sol/ Yo les quiero dejar lo que no tuve/ Yo los quiero mirar poco a poco crecer/ Y alcanzar una nube/ Yo quisiera que el sol los alumbrara/ Y un mañana distinto/ Y un distinto mañana/ que Dios les deparara/ Duérmase mi niño/ Duérmase ya…” Un rancho, un lucero y un maizal dejó el humilde pescador “Gavino sin mar” a sus hijos al irse de esta vida. Un rancho para abrigarse de la intemperie; un lucero para alumbrar la infinita noche y un maizal para obtener el sustento y supervivencia. Allá en la lejanía cuando devolvemos un poco de todo lo mucho que nos dio la vida. O, en el caso contrario, cuando nos vamos de este mundo de ilusión, sin saldar tristemente las deudas de amor que dejamos atrás. Allá en el largo andar donde quedan las perlas de nuestro llanto o el cantar de nuestra risa; lo hermoso que obtuvimos y pagamos al destino o tan sólo la sombra sin amor que dejamos borrada en el camino. Gavino sin mar era un hombre pobre. No obstante, había riqueza en su alma. Aún iletrado, dejó una humilde pero valiosa herencia a sus hijos: El rancho en la ladera; la estrella en el oriente alumbrando el mañana y el pan de las espigas, creciendo en la llanura.
El rancho y el lucero que dejó Gavino el pescador a sus hijos
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