“¿Quién ha visto al Espantapájaros? –preguntó una mañana la aldeana a los demás plantadores. Le he buscado por el campo sin encontrarle. Temo por su suerte.” “El espantajo de palma se fue de aquí –respondió uno de ellos. Dicen que lo arrastró el huracán y volando lo llevó a tierras lejanas.” La joven quedó entristecida por la noticia. Siempre era ella quien se iba para volver el año entrante. Esta vez era el soñador quien había dicho adiós. Así, la mujer sin volar preguntó al ventarrón: “¿Por qué te llevaste al espanta estrellas, enseñándole a volar? Tú sabes que no es bueno que los espantapájaros vuelen y no haya quien abra los postigos del reino de la felicidad.” “Soy el viento feroz ante la espiga frágil –respondió la corriente. No soy yo quien las rompe, sino su frágil destino. Tampoco quien las lleva lejos, sino sus anhelos y afanes. El muñeco era hecho de espigas, que es decir hecho de ilusiones. Es natural que le arrastrara un vendaval como hace con los dulces delirios.” La aldeana buscó entre los restos del pelele la llave dorada de los sueños y con ella volvió a abrir las puertas del eterno verdor, hasta que espantapájaros volviera. Después se fue a los campos a plantar hortalizas. Una vez más se abrían los umbrales de la añoranza. A veces quedaba dormida en los huertos, cansada de la dura faena. Era entonces cuando encontraba a la visión de hojarasca en medio de su sueño. Un siglo de amor en la llanura era sólo un instante en la eternidad. Ese alumbrado momento que nos hace vivir y creerlo eterno. Como creía serlo el muñeco de mimbre de esta historia. (XXXVIII) De: “La Vida es Cuento” © C. Balaguer
Eterno instante de un siglo de amor
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