Muchos en el mundo inventarían su anhelado paraíso. Aquel mismo edén que -en esta fábula y leyenda- se encontraba justo al cruzar el umbral del celador espantajo de heno. Cada cierto tiempo -cuando llegaban hasta allá los buscadores de su utopía- volvía a tornarse realidad el ilusorio mundo de la visión y la estrella. “Tienes que perder el paraíso para volverlo a encontrar” –aclaraba el Espanta vientos a cada emigrante de la felicidad. “Tu vieja tristeza pagó tu paraíso, viajero sin rumbo –agregaba. Puedes cruzar los muros de luz, que eran tus propios muros. Porque -mientras dormías la siesta eterna de los necios- sus puertas estuvieron siempre abiertas ante ti.” Doce meses pasarían en la llanura, para que los plantadores volvieran a recoger la nueva cosecha de los campos. Entonces -después de larga espera- el Espanta estrellas volvería a reencontrarse con la primorosa aldeana de la mirada de miel. Uno era tan sólo un pelele de pasto y la otra adorable juventud. Su amorío era, por tanto, un imposible más en la dorada dimensión de la ilusión. Un imaginario cuento de la vida más de amor que pasaría en aquel mundo distante El cual duraba lo mismo que el despertar de una promesa. “Un paraíso tuve yo que al amanecer se esfumó en el aire” -cantaban los errantes viajeros luego de entrar en los prados del eterno florecer. “Por cada sueño perdí mi paraíso; por cada lágrima una perla; por cada noche una estrella” -decían sus voces a lo lejos entre las alas del viento cantor. (XXXVII) De: “La Vida es Cuento” © C. Balaguer
Por cada lágrima, una perla
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