Entre el dorado campo de maíz de un perdido paraíso sobresalía un colorido espantapájaros. Llevaba sombrero de palma y ropas del color de la felicidad, como las que llevan los errantes artistas circenses. Con la diferencia que este espantajo no podía ir a ningún lugar, ni mucho menos actuar bajo las deslumbrantes luces de las carpas escénicas. Debía permanecer eternamente empalado sobre el maizal, al cuidado de los cultivos y de abrir las puertas del amanecer. Se trataba de un iluso muñeco que solía pasarse soñando la vida. Lo que –dicho de paso—le hacía feliz. Porque su única dicha era aquella que inventaba y creaba de la nada para encender la noche de su celeste imposible. Para su mala suerte, el “Espanta-luceros del Camino” –como le llamaban algunos—ya no espantaba a nadie, ni mucho menos a los pájaros. Al contrario, tenía muchos pájaros amigos, que todos los días llegaban a visitarle para posarse en sus brazos de palma. El fantoche era de buen corazón y al ver a los hambrientos cuervos y palomas se hacía “el de la vista gorda” y les dejaba picar algunas mazorcas a sus anchas. Las noticias de la amistad del espantapájaros con las aves semilleras llegaron a oídos del rey. –“Majestad –dijo un delator. El espantajo se ha hecho amigo de una parva de cuervos y palomas y ya no cuida los cultivos. Será que le han perdido el miedo, pero los pájaros pueden acabar con la cosecha.” Aquel se enfadó tanto, que mandó a derribar al pelele. Sin importar la soledad que éste dejara tras de sí. (II) De: “La Vida es Cuento” © C. Balaguer
Espantaluceros del camino
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