Lo nuevo fascina. De hecho, ya superamos aquello de que lo viejo, en política, es sinónimo de partidos que solo se ven el propio ombligo mientras pasan de los ciudadanos, y precisamente por ello era muy fácil achacarles todos los problemas de un país, y desbancarlos del poder por medio de los votos.
El lema de los que van por la vida viendo por el retrovisor, aquello de que todo tiempo pasado fue mejor, en la vertiginosa sociedad en que vivimos, ya no tiene vigencia. El pasado está para ser olvidado, o -a lo más- criticado.
Hoy día, gracias a los cambios sociales promovidos por la tecnología y la hipercomunicación en que vivimos, y en cierta forma por la banalización de las disciplinas humanísticas; al final del día, parecería que la “nueva política” es puro y duro darwinismo social. Solo que en este caso la función no crearía el órgano, sino que los políticos habrían aprendido -con éxito- a decirle a la gente lo que la gente quiere oír. O, mejor: han aprendido a hacernos sentir como queremos sentirnos.
Como en las series al uso, también en la política, el protagonismo principal bascula entre ese personaje que todos los espectadores odian (los políticos de siempre), y el otro (el advenedizo) que todos aman incondicionalmente. A partes iguales: los dos tienen papeles estelares en los infinitos episodios que mantienen el interés del público a través de múltiples temporadas.
Los electores son cada vez de memoria más corta y esperanzas más largas. El inmediatismo, la superficialidad del discurso, el énfasis en la imagen y en las cualidades histriónicas de los protagonistas, le están comiendo el mandado a cualquier proyecto político que vaya más allá de tres meses plazo.
Así, por ejemplo, bastaron unas horas para que los demócratas en los Estados Unidos compraran el discurso de que elegir para la presidencia a Kamala Harris, por arte de birlibirloque, inauguraría una nueva ola de cambios.
Bastó que declarara, con respecto a la inflación, que “los precios siguen siendo demasiado altos; y, más importante aún, por mucho que uno trabaje, parece tan difícil salir adelante… Ahora es el momento de trazar una nueva vía”, para que los votantes pensaran que dicha nueva vía estaba garantizada. A rey muerto, rey puesto.
¿Qué importa (o quizá es lo que importa) presentarse como todo lo contrario a su predecesor? Por mucho que los sensatos se encarguen de presentar al país la realidad: ella ha sido la vicepresidenta de un gobierno problemático, que ha llevado al país a la situación actual; dichas declaraciones no tienen tanta fortaleza que una buena cortina de humo no pueda ocultar. Y si el humo es de colores y le acompaña música épica… mejor.
A medida el mundo envejece, el poder va quedando en manos de las generaciones más jóvenes debido, principalmente, a que las tecnologías de comunicación logran expandir la información (y, por supuesto, la desinformación) a más velocidad. La sucesión en vertiginosa velocidad de los contenidos mediáticos impide ser crítico, sopesar lo que se afirma o niega en las redes, sostener un tema “serio” por un tiempo tal que permita no solo valorarlo, sino tomar parte en una o varias de las posibles soluciones del problema presentado.
Esa nueva sociedad, más conectada y menos informada, es la que define lo que es ahora la política. La forma de acercarse ahora a los votantes no puede ser nunca más la presentación de planes y programas de gobierno… eso no lo mira nadie.
Ahora lo importante es marcar una clara diferencia con los contrincantes y para ello ¿Qué mejor que presentarse como alguien nuevo? Aunque implique una banalización del discurso y una trivialización de los problemas, aunque conlleve una pérdida del fondo de lo que se comunica, y una hipertrofia de las formas.
Ingeniero/@carlosmayorare