Una carta olvidada en el tren de las seis, decía así: “Volver a morir cuando me vaya; volver a vivir cuando regrese. Es mi destino. No sé cuánto de mí dejé al partir ni cuánto hallaré de ti al volver. Al irme un día sin ti, sólo se fue conmigo la mitad de la vida. La otra mitad la arrebató el adiós. Cuando pienses en mí, un ave adolorida cantará en el dosel del día y la espesura. Cuando digas mi nombre, el eco del vacío te habrá de responder. Y si miras mi rostro en los claros espejos -que dejara al pasar alguna lluvia- tan sólo la mirada lejana de mi amor encontrarás perdida en el reflejo. Y al extender tus manos hacia el ayer querido -queriendo alcanzar lo que algún día fuera tuyo- solamente hallarás frío y ventisca y el herido aroma de lirios de la ausencia. Aquel que se fue ya no era yo; aquel que te amó era una sombra. Por eso al pronunciar tu amor por mí, he de volver a nacer allá en la vida. Talvez renazca lo que fue perdido. Si es que aquello que soñamos puede volver a vivir y aquello que vivimos puede volverse a soñar. Moriré otra vez cuando me vaya; volveré a existir cuando regrese. Es la sola promesa del viajero. Que vive sin vivir y muere sin morir. Desconocido aspirante de mago y de poeta. Que escribía al pasar cartas de amor sin nombre y remitente y las dejaba olvidadas en trenes sin mar y sin regreso.” (XXIX) (“Los Diez Días de la Flor de la Vida” ©C.Balaguer)
Una carta olvidada para volver a vivir
.