“Amigo poeta y relojero -dijo en cierta ocasión a Joe Saturno una dulce anciana, huésped también del hostal. Sé que tú reparas el reloj de la plaza central. ¡Te pido que no lo hagas! -dijo con lágrimas en sus ojos. Mi joven nieto ha sido llamado a la guerra y sé que -de ir- ha de morir bajo el fuego infernal de los misiles! Detén un tiempo más esta feliz y última primavera que nos queda a él y a mí.” “Te prometo un tiempo más -dijo J.S- compadecido de ella. Veré la manera de retrasar los engranajes del tiempo y de la vida…” -agregó. Miró hacia el almanaque de la sala y sólo quedaban dos días más de primavera. Fue así cómo aquellos poblanos de un solo florecer albergaban -quizá inútilmente- la esperanza de que J.S. prolongara un lapso más la fugaz floración de los cerezos. Pero los diez días de un sueño estaban por terminar y el poeta del tiempo perdido no tenía el prodigio sobrenatural de detener el transcurso del destino. Invocó a Cronos el Señor del Tiempo, pero éste sabe muy poco de los poetas relojeros. En todo caso, sabrá que todo en ellos es ilusión. Tanto el tiempo que viven, escribiendo sus versos al infinito. Al igual que lo son la rosa de sakura, las gaviotas emigrantes y el raudo picaflor, el cual desaparece en los jardines después de robar un poco de néctar a la existencia o -quizá- al mismo destino del hombre y la flor. (XIV) (“Los Diez Días de la Flor de la Vida” ©C.Balaguer)
La dulce anciana y su flor sin primavera
.